Sin poderlo evitar. Por María Dolores Almeyda


–¿Y tú a´onde va, quiyo?

–ayá voy, an car’er gordo, que sa sacao un coche er tío, no vea, tío, la mar de chulo, er nota…

Elvira hoy no tiene ganas de escuchar a nadie, pero se le pega al oído la conversación de los dos chicos como si fueran las palabras más necesarias, las más útiles que pudiera escuchar después de todo, aquélla mañana.

Acaba de salir del ambulatorio. Normalmente ella también volvería a casa como aquellas mujeres, hablando de sus cosas, riendo a carcajadas de las ocurrencias que cuentan de sus jefes, –sobre todo de sus jefas– y sin prestar atención a lo que van diciendo dos chicos de una generación que no tiene nada que ver con ella.

–Po vaya tela, tío, ¿y de donde se saca er dinero er nota?

–¡Qué sé yo! Trapicheos… venderá argo… ¡cualquiera sabe!

–Pues tú sabrás, éhamigo tuyo… ¿diesel? –pregunta sin transición

–¡qué va! De gasofa, tío, de gasofa, er nota.

–¡qué cara!

Elvira se mueve inquieta en el asiento. No presta atención y sin embargo se va enterando de todo. Le incomoda estar enterada de lo que van diciendo los chicos pero no puede evitarlo. Ella lleva una inquietud mayor que saber con qué medios cuenta el “Gordo” para comprarse un coche o si es de gasolina o diesel, pero aquello la saca de su propio pensamiento. Acaba de salir del ambulatorio y el médico le ha dado malas noticias. No es que sean tan malas; preocupantes, si, aun a falta de otros exámenes y análisis, pero no puede evitar estar preocupada y sobre todo, se plantea cómo decirlo en casa, de qué forma decirlo para que ellos no teman ni piensen en lo peor, tal como está haciendo ella.

–¡Ya te digo!

–¿Pero eh´nuevo o de segunda mano?

–Nuevo, nuevo… estrenando er tío, ¡que jeta!

–¡De donde se habrá sacao er dinero, er nota!

–Imahínate!

“Imagínate”, es lo último que oye Elvira antes de bajar del autobús.

Se encamina a su casa, pero retrasa el momento de llegar dando un rodeo. Entra en la panadería a comprar el pan y le pide a un ciego que le pague un cupón premiado con el reintegro, y el ciego le dice que si no prefiere cambiarlo por otro cupón.

–No, quiero el dinero, no quiero más cupones…

–Pero si solo es un euro…

–¡Como si fuese un millón! –Cuando se ha dado cuenta está gritando en la calle a un ciego que le tiende un cupón que ella no acepta.

–Esto es lo más raro que yo he visto en mi vida… –dice el ciego.

Y Elvira lo mira sonriendo sin poderlo evitar.

–¿Ver? –dice por fin, venciendo la tentación de hacer el chiste cruel que recogió a toda prisa –¡Que más quisieras tú!

Coge su euro por fin sin mirar al ciego, segura de que él sí la está mirando aunque no la vea y segura de que le ha hecho daño. Casi ni le importa.

Se siente mal y no puede evitarlo. Le ha hecho daño a aquél hombre y le da lo mismo. Lleva en la cabeza un enjambre de abejorros zumbando como locos que le perforan los oídos y las sienes con aquel ruido ensordecedor. “He salido del ambulatorio hace una hora y desde entonces no he hecho otra cosa que no hacer ni sentir nada”, va pensando. “Sólo escuchar conversaciones ajenas y herir la sensibilidad de un pobre hombre”.

Da vuelta alrededor de la manzana con las llaves de la casa en la mano, bailándolas en el aire, haciéndolas chocar, oyendo su sonido y mientras, sin poderlo evitar, su mente sigue en una actividad frenética.

“Cómo lo diré en casa, de qué forma les diré que el médico… jo, tío, er nota, de gasofa, quiyo, de gasofa… infinidad de pequeños tumores en el pecho… puede que no sea grave aunque parece serio… ¿ver? ¡qué vas a ver tú! pequeños tumores… como la cabeza de un alfiler, cientos, infinidad… ¿Qué fue lo que dijo? an ca´er gordo, a por tumores, de donde se sacará el dinero er nota… ¡La madre que lo parió! ¿Ver? ¿Pero qué vas a ver tú, ciego? ¿Cómo les diré que me he comprado un coche?… de gasofa, tío, de gasofa…”

Por fin entra en su casa, pero aun no ha llegado nadie. Le queda tiempo hasta las ocho más o menos para pensar en qué forma les dirá que debe someterse a tratamiento. Se sienta en el sofá y se queda dormida y casi de inmediato comienza a oler a gasolina y sigue viendo al ciego, que la mira, sin verla, con sus ojos de ciego y su boca abierta en un gesto de incrédula sorpresa.

Hace el gesto de arrojar algo al aire y recogerlo al vuelo. Mete la mano en el bolsillo y sonríe, sin poderlo evitar, dormida y triunfante.

María Dolores Almeyda
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