Tabernario y liberal. Por Francisco Giménez

Sobradamente cumplida esa edad en la que uno se nutre más de la memoria que de las ilusiones, a cualquiera le asalta la tentación de indagar en las decisiones pasadas que explican las claves de nuestra biografía. Y aplicado al caso, me pregunto: ¿por qué he llegado a convertirme en un liberal? Y no hablo aquí de teorías (la superioridad de Hume, frente a Descartes; o de Adam Smith, frente a Marx; etc.); ni tan siquiera de hechos constatables (lo bien que viven los luxemburgueses, con la mierda de país que pisan; frente al hambre y la desesperación en la que se enfangan los cubanos, pese a que habitan un país de maravilla; etc.). Todo esto no son más que razones, y éstas, siempre, ejercen de esclavas de las pasiones; lo señaló Hume (otro liberal) y, créanme, es el evangelio de la naturaleza humana, que busca en cada ocasión los argumentos estupendos para vestir y presentar en sociedad lo que ya tiene “preterdecidido” de forma absolutamente visceral. Así que mi pregunta es la siguiente: ¿qué vivencias dieron lugar a las pasiones, a las emociones y a los sentimientos que me convirtieron en un liberal?
En mi caso, todo comenzó en un bar, una tasca madrileña no demasiado curiosa de la calle San Marcos (junto a la plaza de Chueca), donde mi padre, que ejercía de pastelero en el barrio, solía jugarse el aperitivo a los chinos con sus amigos, entre los que recuerdo a don Victorino Martín, el ganadero de reses bravas, y a don Ignacio Aldecoa, posiblemente el mejor escritor de relatos breves que ha dado España nunca. Corrían los últimos años sesenta (don Ignacio nos dejó en el 69; me acuerdo con todo detalle de la cara de horror con la que mi padre entró en casa el día que se enteró de su muerte) y los primeros setenta y, por aquel entonces, los críos acompañábamos a los padres a las tabernas e incluso nos tomábamos nuestros cortitos de vino o cerveza con mucha casera y su tapa correspondiente, sin que nadie viera en ello una quiebra dietética, pedagógica, ni moral.

En aquella taberna, además del pastelero, el ganadero y el escritor, recuerdo que paraban, entre otros muchos, dos moros de la guardia de Franco que le daban al vino y al tocino con naturalidad y fruición, unas cuantas putas de osamenta amplia y bien cubierta de magras y mantecas, con los sobacos sin depilar y muy morenas de pelo todas ellas, salvo una, que era enana, muy rubia (posiblemente teñida, pero yo no era ni soy capaz de distinguir esos artificios) y pareja oficial de otro de los parroquianos habituales, don Ramiro, que llegaba a la tasca montado en una isocarro cargada de chatarra que le vigilaba un perro muy bravo que respondía al nombre de “Atleti” y era el favorito de todos los críos del barrio, porque aullaba el himno nacional, defendía la hacienda de su amo, ladraba a los curas por más que prescindieran de la sotana y cuidaba de que nadie ofendiera a las putas, a ninguna, que lo adoraban como a su mejor paladín. La techumbre de la tasca, trabada de vigas exentas, era el biotopo de un mono chiquitajo y resabiado que también tenía mucho éxito entre la chiquillada, por cuanto era capaz de consolar su soledad sexual con una mano y atrapar con la otra los cacahuetes que le lanzábamos desde el suelo, sin dejar caer un panchito, ni alterar en lo más mínimo el alegre compás de su ejercicio onanista. Todo un prodigio de coordinación en la satisfacción de las pasiones, harto aplaudido y celebrado en el barrio.
También menudeaban los veteranos de reemplazo que acudían al calor de las putas y como clientes del negocio secundario que florecía en la taberna, a saber: el mercado no reglado de ladillas culeras hispánicas, que se vendían por docenas en cajitas de cerillas y que la fiel infantería adquiría para lucirlas en las ingles ante los oficiales médicos y conseguir, por su virtud, dos meses de permiso extra.
En fin; visto con los años, aquel mundillo de mujeres bravas, moros impíos, gentes luchadoras, curas pecadores, escritores brillantes, negociantes de toda condición, chiquillos libres (de pedagogos, al menos) y ladillas sin IVA; unido a los códigos que regían las relaciones entre gentes de condición tan diversa, y las virtudes que allí se reconocían (la industriosidad, el valor, la alegría, la compasión, la lealtad hacia el amigo, la desconfianza hacia el Estado, el amor propio, el respeto mutuo, la hombría (¡ah, la hombría…!), etc.; todo ese conjunto de estímulos carnales, comerciales y morales configuró una caligrafía que escribió en mi alma con tinta indeleble. De allí salí yo liberal sin remisión; liberal, en bruto; muy en bruto, lo reconozco. Luego llegaron las historietas de Vázquez, las películas del oeste, los viajes mochileros, las lecturas de Borges, de Locke, de Revel, el magisterio amistoso de Enrique Ujaldón….; pero todo eso no vino sino a refinar (y poco, me temo) la piedra madre, que sigue ahí viva y fuerte desde entonces. Quiero decir, en suma, que por más que mi amigo Enrique no pare de recomendarme libros de sesudos economistas austriacos, me basta con verle la cara a algunos sindicalistas y socialistas de los que todos conocemos, para saber que no hubieran aguantado ni dos horas en la taberna de mi infancia; porque en sus rostros no anida la libertad, ni la nobleza, ni la tolerancia, ni el respeto, ni, desde luego, la alegría.

Francisco Giménez
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