Los escritores dicen que escribir un libro es como tener un hijo.
El proceso de creación es similar al de gestación: algo- que no sabes lo que es- no para de crecer.
Para mí, ahí acaban las semejanzas.
Una frase grandiosa puede llevar incluso más tiempo que un embarazo.
Y sobrevivir al escritor, a sus hijos, a sus nietos y a sus tatatatatatatatatataranietos.
Quizá por eso yo sienta la necesidad de alejarme de mis propias frases: me retratan.
Retratan la que soy cuando la escribo.
Pero la vida me ha enseñado que hoy soy una mujer y mañana seré otra, no quiero pasar mi vejez defendiendo frases en las que dejé de creer cuarenta años atrás. No quiero que mis palabras, por muy hermosas que sean, me impidan seguir creciendo. Supongo que a eso se debe mi afición a los seudónimos.
Con los hijos es distinto.
Me enorgullece que mi hijo tenga mis ojos, que mi hija sonría igual que yo, que sean inseparable rama de nuestro ancenstral árbol.
Que lleven mis apellidos.
Cada día que pasa, se me va olvidando lo que escribo.
Cada día que pasa, mis hijos me recuerdan lo que soy.
El proceso de gestación de la obra literaria acaba en libro.
El proceso de gestación del hijo acaba en ser indefenso entre tus brazos.
Los libros son algo terminado, el punto final de un viaje.
El hijo es el comienzo de un viaje que continuará cuando hayas muerto.
El libro resume todo lo que has aprendido.
El hijo te enseña todo lo que no sabes.
El libro es
un destello
un aplauso
un fugaz orgasmo.
El hijo es amor.
Marisol Oviaño
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