Desde que me fui al instituto y después a la Universidad, cuando volvía –tras la fiesta que suponía mi llegada para mis abuelos–, los besos, abrazos, y la breve puesta al día de lo esencial, me solía dirigir a mi habitación, la cual estaba perfecta; ordenada y limpia, nada que ver con el momento de mi partida, era parte de la magia de las manos de mi Santa. Y… junto con el orden y la limpieza encontraba en mi mesita o en mi cama algún detalle, alguna tontería que durante la semana mi abuela había adquirido para mí. No lo dejaba en el cajón, o me lo daba: simplemente lo dejaba en mi lugar íntimo. Mi cara se iluminaba, y salía a besarla de nuevo opinando sobre el objeto que podía ser desde un bolígrafo hasta unos pendientes pasando por la ropa interior tradicional que le encantaba o un libro que sabía me haría ilusión. El regalo era una forma más de decirme lo mucho que me quería, lo importante que era en su vida, lo bien que se sentía conmigo y sobre todo lo importante que era para ella VERME FELIZ, hacerme Feliz… A mí me bastaba su presencia para ser la mujer más importante que habitaba la tierra. Pero a veces, lo obvio, lo que somos se ensalza con un pequeño detalle que todavía convierte los momentos en más eternos y entrañables.
Tras desaparecer como la muerte manda y yo caminar sedada por los sentimientos de dolor y pérdida que me mataban, yo inconsciente continuaba el ritual, entraba cada viernes a mi habitación e instintivamente buscaba el presente, que obviamente ya no estab,a pero el subconsciente puede más que el mayor de los pensamientos sensatos. Yo la necesitaba, quería abrazarla, contarle, sentirla, sentirme protegida y querida… No mi regalo…la quería a ella… A veces pensaba en sus palabras, en las veces que me dijo que la vida siempre se abre camino, que me tranquilizara tras su muerte, que yo encontraría mi camino…
Desde hace unos meses, y sin darme cuenta, he dejado de buscar en mi habitación, donde nunca hay nada, obviamente, y, sin saberlo, comienzo a mirar las plantas del patio, miro la que ha abierto, la bella, la verde, la florecilla. Son producto de mi trabajo, como yo era feliz por la entrega que mi Santa tenía hacía mí… Y hoy me di cuenta de que es cierto… «Al final la vida siempre se abre camino… y donde hubo un presente y unos ojos llenos de amor… puede aparecer una pequeña FLOR».
– No busquéis la esterilidad, nunca llega a menos que perdáis la ilusión….
– Yo, Santa… –tranquila– No me perdí…
– Aguda mamá… y entrañable.
– Gracias, hija.
(La abuela, inteligente, sólo sonreía, sabedora como fue en toda su vida de todos los secretos del Universo.)
Esther Tenza
Esas «tonterías» en un cajón, esas «pequeñas enormes cosas» que nos enseñan lo esencial de la vida… son la verdadera flor que a veces con suerte uno hace crecer en su corazón, gracias a legados como el que nos relatas.
Hermoso. Un abrazo.
Muchas gracias Amelia. Un abrazo.