Cada día a la misma hora la veía salir del portal de enfrente. Una auténtica señorona: moño recogido con red, pestañas y labios marcados, pendientes de perlas. Se paraba en el quiosco de D. Tomás, saludándole con aires de grandeza casi sin levantar la mirada, le dejaba un par de céntimos en el mostrador a cambio del folletín diario y con su mano derecha enguantada le hacía un pequeño movimiento de despedida.
Con sus zapatos altos de charol y un elegante baile de caderas paseaba su figura hasta el café “Imperio”, dónde el camarero la esperaba con las manos en alto haciendo las veces de percha y un café solo en la mesa de la esquina. Ella, como una Hepburn cualquiera, levantaba con parsimonia la taza a la vez que el dedo meñique para alargar el tiempo y olvidarse de la vida.
A los cuarenta y cinco minutos exactos, se levantaba dejando el dinero en la mesa y, con el bolso en la muñeca, repetía el gesto de despedida.
-Hasta mañana.
-Adiós, que tenga un buen día, señora.
Nadie la conocía en el barrio, aunque tampoco era de extrañar, en pleno centro de una gran ciudad todos somos unos desconocidos.
Ese día, desde mi ventana, la vi entrar en el piso del bloque de enfrente, el que está a la altura del mío, un poco más abajo. Normalmente esa cortina siempre está corrida, pero ese día no. Es un ventanal que parece dividir en dos una habitación grande. Parecía exaltada, como si llegara tarde. Desde la puerta soltó los guantes y los zapatos dejándolos tal y como cayeron. Abrió el armario vacío, antaño repleto con toda la ropa de la señora, que ella misma se encargó de retirar. Se quitó la falda de tubo, las medias negras de seda y la camisa blanca, que se sacó de cuajo, sin apenas desbotonar. Guardó las perlas y la redecilla del moño en una caja que acarició al cerrar.
Lo cambió por una bata azul y unas zapatillas de paño y dos segundos más tarde apareció en la otra parte de la habitación. Estaba incorporando a un señor mayor en una cama. Por los movimientos torpes del cuerpo y casi nulos de la cabeza, se diría que era ciego. Ella se sentó en la silla de al lado y le empezó a leer la última entrega del folletín. Al acabar, se levantó y siguió atendiendo las tareas de la casa y del enfermo. Cuando acabó su turno, justo a las ocho de la tarde, otra mujer la sustituyó.
La volví a ver saliendo del portal. Era ella. Llevaba la cara lavada y el pelo cayendo desordenado por los hombros. Vestía un pantalón de paño marrón y una rebeca de lana deformada por el uso que desentonaban con los zapatos planos de cordones. Y volví a ver su mano, haciéndole un suave gesto al conductor del autobús, con su bolsa de plástico colgada en la muñeca.
Cristina García Requena