A través de Facebook y sus variados e interesantes grupos de lectores y escritores he conocido a una estupenda mujer y entregada Maestra, Mayti Zea, que, entre sus muchas ocupaciones, alimenta un cuidado blog que lleva por título «Yo aprendí a leer…». En él recoge textos de quienes se animen a contar esa, en ocasiones, ya lejana experiencia. Me pareció una idea preciosa, y ella misma me propuso enviarle algo al respecto.
Yo, por supuesto, le dije que sí; pero al momento empalidecí (aún más) porque realmente no me acordaba de casi nada, o al menos eso creía yo, pues enseguida se me vinieron a la cabeza (o más bien al corazón, ese que creía dormido para ciertas sensaciones) las tardes en el aula que ahora imagino diminuta, las alfombrillas de colores para saltar mientras cantábamos, el pasillo donde colgábamos los babis y los abrigos (una algarabía de dedos que no acertaban a abrochar los botones de la compañera), y, por supuesto, las cartillas con sus dibujos y sus sílabas coloreadas para que deletreáramos despacio al principio, tomando carrerilla al final del trimestre, yo algo asustada por la araña y el ojo enorme que presidían la página de las vocales pero feliz por empezar a parecerme más a mi hermana mayor que al inservible piltrafilla del pequeño.
Algo tan sencillo como volver los ojos a la infancia me ha recordado una frase que pronunció un amigo cuando su abuelo perdió la cabeza pero se mostraba de lo más feliz. «Es una lástima que los mejores años de nuestra vida los vivamos sin darnos cuenta, que no tengamos capacidad de recordarlos».
Y tiene razón, pero solo en parte, pues, aunque no sea consciente de en qué mágico momento mis neuronas se apoderaron de las grafías para relacionarlas con las letras y juntarlas en poemas de Gloria Fuertes y rimas reptiles de Federico, la sensación es hoy tan vívida como entonces; el malestar al tropezar con dos consonantes juntas que no sabía resolver me forma el mismo nudo en la garganta y me devuelve por un instante el olor a madera de cedro de los lápices y el más penetrante de las témperas, y la imagen, entre cartulinas de colores y papel charol, del bote de cola Kliel, todo pringoso cuando el diminuto taponcito blanco se empeñaba en desaparecer bajo las mesas aplastado por los gruesos zapatos Gorila de mi amiga Marisa que no paraba quieta ni un momento, salvo una vez que nos hicimos una foto para el día del padre y fabricamos, en tela de saco, nuestro primer regalo: un banderín para el coche con la leyenda escrita en la pizarra «Papá, no corras» que hoy parecerá machista pero que mi padre, por supuesto, aún conserva.
En fin, que me ha vuelto la nostalgia con toda su dulzura y, también, la obligación de mirar con otros ojos a los niños; de no considerar que ni sienten ni padecen cuando es todo lo contrario. Los primeros olores, las primeras caricias, los primeros encuentros con los cuentos o con la música no solo los empujarán (o no) a leer o a tocar el clarinete, sino que permanecerán en ellos para siempre, aunque no lo noten, como una víscera más de su cuerpo que crecerá imperceptible hasta que alguna estupenda mujer y entregada Maestra conocida a través de Facebook y sus variados e interesantes grupos de lectores y escritores les haga caer en la cuenta de la suerte que han tenido de vivir donde viven, acudir al colegio y, sin apenas darse cuenta, entre juegos, manualidades y babis mal abrochados, arrojarse a la mayor aventura de sus vidas: aprender a leer.
Elena Marqués
Me ha llegado al alma lo de «…al inservible piltrafilla del pequeño». Me ha hecho mucho daño. Como una terrible pedrada. Todavía lo de piltrafilla. Pero lo de inservible…
Lo bien que cronificas (cintura, DRAE, que tiene otras acepciones), lo que me gusta «oirte» y lo rica que es la realidad pasada por la imaginación.
Qué maravilla, Elena. He tenido que terminar el relato del tirón y casi sin respirar. Mil gracias.
¡Ay, Manuel! ¡No quería hacerte daño! Tienes que saber que con mi hermano me llevo cuatro años y su llegada supuso un «incordio» para las dos, pues no podíamos formar todo el jaleo a que empezábamos a estar acostumbradas.
Todavía recuerdo una vez en que estábamos jugando mi hermana y yo al escondite y me metí debajo de la cuna del piltrafilla. Lo desperté y mi madre me castigó a dormirlo. Qué quieres que te diga, pero aún no se me había despertado ningún instinto maternal y me resultó insufrible.
En realidad, las que incordiábamos a más no poder éramos nosotras. Les quitábamos los juguetes y hacíamos con él lo que nos venía en gana. Y, aun así, no nos guarda rencor.
(De todas formas, que nadie se chive de los adjetivos que le he regalado, que ya tiene 41 y bastante más fuerza que entonces.)
Besos y me alegro, José, de que te haya gustado.
Este tipo de historias que son parte de la vida y los recuerdos son mi debilidad.
No te digo ya si van adornadas por confidencias, entonces son un lujo.
Me encanta Elena:)
En efecto. Se empieza en el colegio: cada palabra escrita es como romper un muro con esfuerzo y a base de muchos borrones. Más tarde y con perseverancia, se aprende, por y con ellas, a pensar, a sentir, a imaginar, a soñar. A vivir. Algunas personas como tú saben, además, jugar con las palabras esparciéndolas por la página con la destreza de un prestidigitador.
Excelente, Elena.
Estoy segura, Rafael, de que tú también sentiste muy pronto que combinar aquellos signos era algo mágico, tan importante como respirar y mucho más que las matematicas. Creo que a más de uno nos gustaría que nos contaras tus recuerdos infantiles sobre el tema.
Un abrazo.
De abogado del pobrecito. Es que, no sé por qué, me vino a la mente la imagen de Minguito cuando decías eso del piltrafilla del menor. Porque, en realidad, en mi caso, yo era el mayor y los que me seguían sufrieron en sus carnes mi comportamiento cruel y despótico.
Elena Marqués GRANDE, soy su FAN
Hola, Juan. ¿Te animarías a participar en el blog «Yo aprendí a leer…» como en su momento hizo Elena? Sería todo un honor poder contar con tu relato. Gracias anticipadas.
Calla, Juan, que me lo voy a creer. Además, de grande… 1,69 y menguando.
Aprovecho para invitarte al Canal. Eres un estupendo escritor, así que regálanos algo, anda…