Cuando me preguntan por mi profesión, digo con apuro que soy correctora de textos. Muchas personas no saben que ese oficio existe. Posiblemente porque no lo consideran necesario. Y realmente podría extinguirse (Dios no lo quiera) si cada lector, y especialmente quienes se lanzan a escribir, cuidaran la lengua al menos con la mitad del cariño que quienes nos dedicamos a esto le ponemos.
Siempre utilizo el mismo ejemplo, y más de una persona (y de una docena también) me lo habrá escuchado en miles de ocasiones. Yo conozco los números, y los signos que se emplean para significar las distintas operaciones algebraicas; distingo un seno de un coseno y recuerdo vagamente el número e; pero jamás se me ocurrirá decir que domino las matemáticas. Ni siquiera las rudimentarias.
Sin embargo, todo el mundo escribe, y se lleva a gala eso de respetar bien poco las cuestiones ortográficas, y no digamos las mínimas normas de puntuación, de las cuales, si bien no son especialmente rígidas, hay dos o tres fáciles de retener y que ayudan muchísimo a una buena comunicación, que es de lo que se trata.
No voy a emplear los famosos ejemplos de lo que una coma cambia el sentido de un enunciado que ya utilizara José Antonio Millán en Perdón imposible (libro que recomiendo, pues es ameno y sin terminologías extrañas) porque todos los conoceréis, ya que corren, con distintas imágenes más o menos divertidas, en las redes sociales. Simplemente, y aun a riesgo de parecer una pedante, dejaré por aquí unos consejos, que igual iré ampliando con el tiempo, para que, si alguien quiere enviarme un correo electrónico, pongo por caso, corrigiéndome algún mal empleo al mandar una información a un grupo de remitentes sin copia oculta, no tenga que recibir a cambio un mensaje tipo «Elena te recuerdo que no debes enviar los e-mails de esa manera», pues yo, que soy una romántica empedernida, haciendo uso de mi salero de signos de puntuación, me puedo ver impelida, tal como, al parecer, está permitido por no sé qué regla de la democracia idiomática, a colocar una coma tras el vocativo (regla número 1) y después, por qué no, añadir un punto al terminar el verbo «recuerdo», y olvidar el resto del mensaje porque a lo mejor en medio hay otro error (simple errata o falta de ortografía) que me lo hace incomprensible, y entonces, emocionada, interpretaré que tengo un admirador que se acuerda de mí y no tanto que hay gente que le tiene el mismo cariño a la lengua que yo a las cuestiones informáticas, lo cual, digo yo, puede ser igualmente válido.
Con esto quiero explicar que, realmente, en cada cosa ponemos un grado de interés, dependiendo de lo que nos guste o nos vaya en ello. Al ser esta mi profesión, yo le pongo todo el del mundo, aun siendo consciente de que la mayoría de las veces mis correcciones caerán en saco roto porque, así como yo no sé matemáticas, todo el mundo sabe escribir, y separa sujetos de predicados, no distingue las oraciones especificativas de las explicativas, enumera a lo loco y se olvida de hacer una pausa antes de una proposición adversativa o que a las interjecciones también les gusta hacerse notar. Y a mí eso me molesta tanto como que a un informático le toquen sus santos códigos.
Elena Marqués
Gracias Elena, los del pelotón de los torpes -pero voluntariosos- tomamos buena nota. Un abrazo chillón.
Elena, espero que no desaparezcan los correctores de texto, porque quizás sean hoy en día más necesarios que nunca por varias razones: una, que ahora nos lanzamos (y me incluyo a mí misma) a escribir sin medir bien nuestras posibilidades o, mejor dicho, nuestra preparación, creyendo que es un oficio divino (o casi), donde el talento puede suplir cualquier carencia de formación: gran error. Otra, que con Internet es mucho más accesible publicar (auto-publicarse) de lo que lo ha sido siempre y, por consiguiente, ven la luz escritos que son atentados a nuestra lengua. Y, por último, la lengua y el pensamiento no son entidades o cuerpos tajantemente separados, sino que uno escribe como piensa y piensa como escribe. Por lo tanto, quien maneja bien su idioma es capaz de generar pensamientos más profundos que quien tiene un control rudimentario del mismo.
Yo no me imagino a Cervantes pendiente de un corrector. Me lo imagino corrigiéndose a sí mismo con tesón. De Proust tenemos imágenes de sus cuartillas repletas de tachones, añadidos, hojas pegadas… Claro, ustedes dirán que qué dos ejemplos he puesto y no les falta razón. Sin embargo, tómenlo como modelo del buen escritor que además de crear una historia, crea el pensamiento que va con ella y crea la lengua que los sostiene.
Pues bien, los que no somos Cervantes ni Proust (¡y la mayoría no lo seremos nunca!) sí necesitamos la ayuda de un profesional que nos aconseje —corrija— antes de publicar. Y de lo que más necesitados estaremos siempre es de esa preparación silenciosa, solitaria y larga. Hay que echarle horas, días y años de trabajo antes de ponernos a escribir. El talento se desarrolla y crece con la preparación; de ahí que, si no se cultiva, acabe en meras chispas de luz perdidas en la noche.
Perdón por haberme extendido tanto. Un beso.
Me gustan esos manuscritos llenos de tachones. Ahora todo lo hacemos en la pantalla del ordenador y es más difícil comprobar las vueltas que damos al texto. Pero son necesarias porque son señal de cuidado, de cariño. Cada vez que borramos o añadimos una palabra, que suprimimos un signo para luego volverlo a colocar, es como una caricia a nuestro idioma. Eso sin contar las consultas al diccionario y a los manuales de estilo, dos grandes e impagables inventos.
Pues eso: usémoslos.
Besos, escritores.