Desmontando utopías. Por Ana M.ª Tomás

Miro a mi alrededor. Paseo por mi casa imaginando, por un momento, que unos locos asesinos canallas y fanáticos me obligaran a elegir entre perder mi vida o perder mi mundo, que viene a ser otra forma de perder mi vida. Contemplo mi biblioteca, mis amados libros flanqueados por muchas fotos que atrapan momentos felices de la infancia de mis hijos o de mi juventud. La foto sonriente de boda, las familiares… Los pequeños milagros de arte: bailarinas de Lladró, filigranas de Capodimonte, pinturas que visten mis paredes… Los cajones llenos de un ajuar logrado a base de mucho esfuerzo económico y muchas horas de bordado por las manos expertas y amorosas de mi madre y mi abuela… Mi reino de ollas, vajillas, cristalería y más libros, esta vez con recetas de la gastronomía propia de mi país. Las plantas que adornan y alegran los alféizares de mis ventanas, los libros que escribí, las estilográficas que me permití como un desbocado capricho… Mis vestidos… Los bolsos y zapatos que colonizan el territorio de mi habitación que no por ser del mercadillo semanal tienen para mí menos valor o utilidad que si fueran de una marca prestigiosa. Las innumerables cajitas repletas de pendientes caros o baratos pero que me adornan como un reflejo más de mi personalidad…  Los muchos tarros o frascos de cremas, potingues, perfumes y desodorantes a los que confío la vana ilusión de mantenerme algo más  joven o que hagan que se me vea menos vieja. Las paredes de mi casa que tantos años me costó arrebatarlas a una hipoteca… Y, por encima de mi maravilloso pequeño mundo que me ancla a una tierra que amo y por la que moriría, por encima de  sus calles, sus gentes que son las mías, su cielo, sus montes, su viñas… por encima de lo que es  mi vida y de la mía propia, la vida de mis hijos… comida, agua y paz, al menos la esperanza de lograrla.

Imagino la muerte y la destrucción Desmontando útopiasa mi alrededor y como única vía de escape, como única posible solución para salvar a aquellos que amo, tener que dejarlo todo, ¡todo!, abandonarlo todo. Marchar. Marchar con lo puesto. Pero ¿qué me llevaría puesto? ¿Qué salvaría del abandono? ¿O qué podría salvarnos de que nos dejasen abandonados en cualquier inmundo lugar? ¿Dinero? ¿Joyas? ¿Cómo llevarme alguna de todas esas pequeñeces que nos rodean y que, no obstante, llenan de plácida felicidad el alma cuando habría de cargarlas en una pequeña mochila sabe Dios por dónde y por cuánto tiempo? Y ¿adónde huir? ¿Por qué tener que hacerlo hacia lugares donde ni comparten mi cultura, ni mi religión, ni mi forma de vida…? Y, si me aceptaran, si me permitieran comer de su pan y de su paz, si me otorgaran sus derechos, ¿tendrían derecho a pedirme como deberes la renuncia a parte de mi identidad en pago a una previsible integración social cuando yo lo único que querría y les pediría sería que me ayudaran a vivir en paz en mi tierra?

La historia del ser humano, desde su origen, está llena de abandonos de tierras propias para habitar otras extrañas con el único fin de sobrevivir al hambre o a la esclavitud. La Biblia cuenta muchas de ellas; la más conocida puede que sea la de Moisés y los israelitas, pero hay otras. Una que siempre me llamó la atención es la de Rut, una mujer que lo abandona todo por acompañar a su suegra, viuda como ella, de regreso a su lugar de origen. Me produce sorpresa que Rut le diga: «Adonde tú vayas, iré yo, donde tú te detengas, me detendré yo también. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios».  Y todo eso está muy bien hasta que llegamos a lo de «Dios» porque allá donde el hombre haya ido, con él ha llevado su identidad y su Dios.

Y aunque sobrevivir hasta ahora haya tenido mucho que ver con adaptarnos a tierras y dioses que no fueran los nuestros, lo que el hombre no puede olvidar es que todos queremos vivir en paz en nuestras propias tierras y con nuestros propios dioses.

Dice Gabriel García Márquez: «Yo creo que todavía no es demasiado tarde para construir una utopía que nos permita compartir la tierra», pero yo creo que la verdadera utopía sería que no existiera la violencia; que los fuertes y poderosos dejaran de vender a otros seres humanos como mercancía; que en el mundo se repartieran los recursos que permitieran vivir en «Paz» y con dignidad a sus pobladores… Aquí la única utopía sería poder demostrar que el hombre no es un lobo para el hombre. Y cualquier otra cosa distinta a eso… sólo es desmontar  utopías.

Ana M.ª Tomás

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3 comentarios:

  1. El hombre ha hecho a Dios a su semejanza, y lo apunta usted muy bien. En esta bella utopía que se llama «tierra», lo único que se construyen son realidades que empezamos a desear fueran pesadillas.

    Gracias. Un abrazo.

  2. Te has puesto en la piel de los desterrados y nos has conducido a todos a ese campo. La cualidad de la empatía curaría muchas injusticias. Pienso yo.
    Un gran abrazo.

  3. Nada hay más duro que el desarraigo. Abandonarlo todo no es una opción que uno elija por gusto, sino obligado por las circunstancias. De ahí que cambiarlas sea la mejor ayuda al refugiado. ¿Utopía?

    Saludos.

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