Definitivamente, la lengua no es lo mío. Después de estudiar una carrera de Filología Hispánica con bastantes buenos resultados (no es por «fardar», pero obtuve 11 matrículas de honor); dar clases de lengua, de literatura y de latín; formar parte del Comité de Lenguaje no Sexista del Parlamento de Andalucía y de un tribunal en el que se calificaba a los nuevos correctores que habrían de trabajar en la institución; ganar algún que otro premio literario; publicar en diversas antologías y otros muchos supuestos méritos en los que se me presumía cierto manejo del lenguaje, me acabo de enterar de que, realmente, no me expreso con propiedad. O al menos hay personas que no me entienden en absoluto.
Hace poco, dándome cuenta de que, además de problemas en el habla (bueno, de eso me percataría después), los tenía en la vista (deslumbramientos ante el ordenador y conduciendo que me dejaban absolutamente en blanco durante varios segundos), fui al oftalmólogo. En una primera consulta en la que comprobaron que mis gafas estaban bien graduadas y la tensión ocular la tenía en condiciones, me dieron cita para una segunda en la que me harían un estudio del fondo del ojo. Entonces fue cuando me comunicaron (que eso sí que lo entendí) que tenía una fisura en la retina, y, aunque no corría demasiada prisa, no estaría de más intervenirme. La doctora me dio, delante de las «chicas» (no quiero calificarlas), o más bien fueron ellas las que me lo escribieron en un papel, el teléfono de Oftalmología para no tener que pasar por centralita y solicitar directamente la cita para la puñetera intervención. De allí salí con mi volante y esos dos folios tremendos de autorización que tiene uno que firmar en los que te informan de que te vas a morir en cualquier momento, o al menos que se te pueden hinchar los ojos hasta salirse de las órbitas, o te vas a quedar tuerta, y todas esas cosas tan agradables que seguí entendiendo a la primera porque hasta entonces me parecía que hablaba el español con cierta corrección.
Yo aún tardé unos días en decidirme porque, a pesar de que para los doctores somos seres insignificantes, tenía varios asuntos que resolver: presentar un libro, celebrar la fiesta de los 18 años de mi hija, corregir dos maquetas de dos premios y, por supuesto, dejar todo en la oficina a punto para mis días de reposo tras la operación.
Cuando ya vi cuál era el mejor momento para embarcarme, pedí, como una niña obediente, cita en el teléfono apuntado. «Para una intervención con láser argón como tratamiento de una lesión en la retina», dije. «¿Para consulta?». «No, le he dicho que para una intervención». «Pero tendrá que ir a una consulta previa». «Mire usted, ya he ido y tengo el volante y la autorización firmada». «Pero ¿cuándo vino?».
Ahí ya me entraron ganas de gritarle «a ti que te importa», pero seguí diciéndole que la doctora me había indicado que llamara directamente y pidiera cita para la intervención, que no hacía falta ir otra vez. («¿Se cree que me coge al lado de casa y no tengo otra cosa a que dedicarme?», callé por pura educación.) Pero aún pensó en deshacerse de mí y me pasó a centralita, precisamente lo que la oftalmóloga me quiso evitar.
Ni que decir tiene que la misma conversación se volvió a repetir, aunque, en este caso, confieso que mi voz sonaría a «se me está agotando la paciencia» porque es algo que me cuesta disimular. Finalmente me dieron cita para el 18 de marzo a las 17:00 horas. Pedí confirmación del sitio y colgué con toda la amabilidad de la que a esas alturas me veía capaz.
Aun así, una vocecilla me decía que algo iba mal, y el día previo a la supuesta intervención volví a telefonear con la intención de confirmar mi cita. Para no hacer ver que desconfiaba, esto es, que tachaba a mi interlocutora de «cortita», preferí quedar yo por tal y le dije: «Buenos días. Tengo cita mañana para una intervención de retina con láser argón pero no recuerdo la hora», a lo que la interfecta contestó: «¿Para consulta? A las 17:00». Busqué a mi alrededor la cámara oculta. Porque eso es solo propio de una broma o de una terrible pesadilla. «No, para consulta no, para una intervención con láser argón». «Bueno, sí, pero eso se hace en la consulta».
Colgué el teléfono con todo el alivio que te da saber que al día siguiente vas a tener el ojo como una berenjena, avisé a mi médica de cabecera de lo que se me venía encima, hablé con mi jefe para dejar todo terminado, me di literalmente patadas en el culo para organizarme y, cuando salía por la puerta camino del matadero, me llaman para decirme que la doctora ha visto el listado de pacientes y que hoy solo tiene consulta, nada de intervenciones, y que lo mío hay que hacerlo en quirófano. Que lo siente mucho, pero que no puede ser. Que ya me llamarán.
Que lo sienten.
Yo también lo siento. Con casi 46 años darse cuenta de que el español es una lengua complicada y que precisamente con ella se escribió el cuento de la buena pipa no me consuela. Simplemente llevo desde ayer decidida a no hablar más, vaya a ser que me malinterpreten. Será mi acento andaluz. No sé, pero estoy un poco deprimida. ¿De verdad que no se me entiende?
Claro que se la entiende. Más clara que el agua.
Claro que se entiende Elena, todos pasamos por esas situaciones donde uno parece hablar con la pared o una máquina expendedora. Parece que escuchar con atención y tratar de solucionar el problema que otro nos plantea, aunque sea una obligación, se ha convertido en misión imposible, Y no es el idioma tranquila, es la más absoluta falta de interés por hacer bien el trabajo, que por otra parte cuesta lo mismo que hacerlo mal.
Espero que estes bien y pronto se solucione todo.
Un fuerte abrazo
Luisa
Hola Elena.
Está todo muy claro. Parece por lo que cuentas que en Andalucía (Sevilla) también están toreandoa todos para que acabemos yendo a centros de sanidad privados con tanto retraso y derivación de la atención al paciente. No lo digo de modo «conspiranoico» sino porque en Madrid hay campañas del personal sanitario público que avisa de derivaciones a clínicas privadas para ir desalojando el sistema público y ahí entraría la estrategia de marearte un dia con la consulta y otro con la intervención… y al final te derivan a la privada, jugando con la salud (y la paciencia)
El artículo antológico, sobre todo el antepenúltimo párrafo.
Bueno, ojalá vaya todo bien, que eso es lo importante.
Saludos.
Estadísticamente está comprobado que un porcentaje significativo de los pacientes en tu situación terminan hartos de esperar, desisten de los Sistemas Públicos de Salud y acuden a los centros privados. Cartera en mano, por supuesto.
Hemos de pensar que si nos curan a todos y de todo las cuentas de la Seguridad Social no cuadrarían ni a patadas. Las nuestras les importan un pirulí.
Suerte, Elena.
Muchas gracias a todos. Sobre todo por entenderme, que eso me preocupa más que el problema del ojo. Realmente llega una a pensar que se ha vuelto más tontita de lo habitual y no se entera de nada.
En cualquier caso, y mientras sigo en espera, me tendréis por aquí, me entendáis o no.
Besos.
Dejadme, Elena y también los que asentís, que diga una cosa:
Elena ha tenido mala suerte; ha sufrido un error, es cierto. Pero lo que cuenta, aún cuando en el texto no lo haga literalmente, se entiende como una generalización del mal funcionamiento del sistema sanitario (hasta llegar a considerarlo prueba del afán privatizador de nuestros gobernantes, por lo que veo). Y, aún más, como una generalización del empleado público nefasto, despreocupado, antipático e insolidario. Esas «chicas» que dan un teléfono. Otras «chicas» (supongo) que lo atienden y provocan el desastre doméstico-laboral del sufrido usuario, y lo solucionan con un «lo sentimos».
Disculpadme por ser, por una vez, corporativista. Yo soy una de esas «chicas», de lunes a viernes, de ocho a tres. Doy citas, tramito volantes, archivo historias, organizo horarios, gestiono analíticas, reparto recetas, discrimino urgencias.
Disfruto cada día de un trabajo que me gusta, que procuro hacer bien y que me devuelve muchas satisfacciones. Quizá tengo amor propio y voluntad de servicio público, quizá empatizo o me implico con los problemas de los que acuden a «mi ventanilla», pero suelo volver a casa contenta si el día ha ido bien, menos si he tenido algún problema, disgustada si lo he causado yo. Porque también, a veces, cometo errores. No me sirve de excusa la carga de trabajo, el mal funcionamiento de la organización, los despropósitos de los sistemas informáticos ni el que realmente sea obvio que una mano negra persigue cargarse el sistema universal de salud que teníamos. Ni siquiera me sirve de excusa que un paciente venga hecho una furia, sin los papeles necesarios para el trámite, sin educación y cargado de prepotencia (que también ocurre) e incapacitado para entender: intento disculparlo, achacarlo a su angustia, su dolor o su miedo. Cuando yo causo un problema, lo asumo y pido disculpas, mil perdones y me excuso: lo siento. Lo siento mucho. Y sí, eso es todo, no voy a hacerme un harakiri.
Pero lo que más me duele es que estos comentarios contribuyen a esa imagen cada vez más denostada del empleado público. Discúlpame, Elena, pero no es eso. Si te has sentido perjudicada, reclama, lucha porque no se vuelva a repetir, quéjate a los responsables del desastre, exige una reparación; pero, por favor, no les hagas el juego a aquellos que descalifican en cualquier tribuna que tienen a su alcance a los trabajadores públicos, no pongas a su servicio tu magnífica escritura ni tu fina ironía.
Ojalá se solucione cuanto antes tu intervención y te recuperes pronto. Un abrazo.
Ni por asomo he querido descalificar a los trabajadores públicos. Yo misma soy funcionaria desde hace veinte años y también sufro «en mis carnes» el hecho de que la gente te considere un privilegiado que tiene un puesto fijo y se puede permitir trabajar poco, darse de baja cuando le venga en gana y otras muchas acusaciones que tiene que oír un día sí y otro también. En este caso en concreto quería comentar solo un problema de comunicación, más bien de falta de ella.
Es verdad que es la primera vez en mi vida que me ocurre, y quizás haya reaccionado de una forma exagerada. De hecho, eso es lo que opina mi marido: que no es para tanto.
La cuestión es que yo misma veía que no estábamos hablando el mismo idioma.
Y ahora que he tenido que ir varias veces seguidas a mi centro de salud, al que sigo siendo fiel a pesar de que abrieron hace tiempo uno justo delante de mi casa (veo a los médicos desde mi ventana), me doy cuenta de que nunca me han puesto un problema, sino todo lo contrario. Y precisamente por eso sigo allí, teniendo que trasladarme y andar quince minutos cuando el otro lo tengo a treinta segundos. La semana pasada, sin ir más lejos, tuve que cambiar una cita para unos análisis y la muchacha se desvivió para ponérmela el día que mejor me venía.
Con todo esto lo que quiero decir es, en efecto, que no se puede generalizar, y, de hecho, creo que no era mi intención. Solo contar un caso concreto, anecdótico, pero que a mí me molestó mucho porque nadie puede imaginar lo que tuve que organizar para poder ir a la no-intervención.
Y ahora también debería aclarar algo para darle la razón a Dies Irae, y es que todo el mundo ha dado por supuesto que estaba hablando de la Seguridad Social, cuando en este caso se trataba de una clínica concertada, de esas a las que desvían determinadas operaciones. O sea, que la muchacha (o muchachas, porque hablé con más de una) no era precisamente trabajadora pública. Ya digo que a mí no me gusta generalizar y, si se ha entendido así, es que realmente debo tener cuidado con mis palabras. Siempre pienso que las cosas funcionan o no dependiendo de las personas que están detrás, no del sistema. Y en este caso, y con perdón, sigo insistiendo, aunque parezca frívola, que muy despabilada no era…
Un abrazo.