A menudo somos testigos de cómo el capitalismo ha ido fraguando diferencias sociales, cómo poco a poco los ciudadanos de las sociedades industrializadas han quedado esquilmados sin demora, y en casos concretos cómo el capitalismo nos ha ido instruyendo para perpetuarlo, para garantizar su supervivencia; porque no hay otra forma de que el sistema capitalista expire si no hay eslabones que alimenta su cadena. No es una perogrullada afirmar que, conforme se ha ido impregnando el capitalismo en las sociedades occidentales, hombres y mujeres han visto muy limitadas sus comodidades de vida, es decir, expuestos al abismo y a la desigualdad social –si acaso hubo tiempos donde existía la equidad entre géneros–. Y, para que el capitalismo perdure a través del tiempo, se han consolidado fuertes trincheras políticas, económicas e industriales, y se podría decir incluso también dogmáticas.
Durante los siglos VII a V a. C. la gente regía su vida por medio del trueque; a lo sumo dicho no existía la propiedad de clases dado que todo, aparentemente, tenía un mismo valor: una fanega de legumbres equivalía a dos tinajas de aceite, una docena de huevos estaba valorada igual que una saca de harina. En la medida de lo posible, se intercambiaban bienes de uso y consumo estimados equitativamente. Pero poco a poco van surgiendo paulatinamente posicionamientos conductuales en los que aparece la vanidad, la envidia y la animadversión. Desde el punto de vista antropológico, las sociedades primitivas necesitaban estimar el valor de los bienes materiales; de modo que el trueque ya no era viable como forma de vida. Se necesitaba crear algo que atribuyera el valor material y económico para poder establecer la propiedad económica. Por eso mismo, durante el siglo V a. C. se aprovechan metales como el oro, el cobre y la plata para la acuñación de las primeras monedas. El origen de los primeros sistemas económicos y monetarios de la humanidad se desarrolló en la zona de Asia Menor, es decir, en la India y en China. John Kenneth Galbraith, hombre conspicuo y teórico de la historia de la economía, sostiene en su ensayo El dinero que el oro y la plata crearon el capitalismo (o una de las formas que lo incentivó); no por el metal, sino por sus consecuencias, esto es, el origen de la especulación, el establecimiento de la oferta y la demanda, la consolidación de mercados y los valores bursátiles. Adam Smith, considerado como el padre de la economía moderna, postuló en su famoso ensayo La riqueza de las naciones que todo sistema económico necesita capital, tierra (referido a recursos de producción, lo que en economía se denomina input) y trabajo. Esa sumisión triárquica garantiza la promoción de una economía, el afianzamiento de sistemas de industrialización. En líneas paralelas, Daniel Bel vaticinó en su ensayo sociológico El advenimiento de la sociedad postindustrial que el gran apogeo tecnológico y mercantil atentaría contra las democracias y los sistema sociales que garantizan una plena convivencia entre los ciudadanos –cosa que, obviamente, no ocurre–. Lo que sí es cierto es que el capitalismo deplora en países desarrollados una ingesta desigualdad. Pero ¿eso forma parte implícitamente del capitalismo? Sí, evidentemente. Porque al capitalismo no le interesan los sentimientos, ni los Derechos Humanos, ni tan siquiera la protección social de la ciudadanía. Lo que le interesa al capitalismo es gente que lo abone, que alimente su existencia y que no se desvincule de su imperecedera cadena. Lo cual, sin embargo, hace que los seres humanos de hoy en día no dejen de verse sometidos a la esclavitud del consumismo, porque el consumismo es una voraz forma de esclavizar al ser humano, e incluso ya forma parte de nuestros patrones de comportamiento someternos a las directrices del mercado. ¿A veces por qué se compra, por necesidad o por deseo? Eso es lo que desentraña una profunda crisis, no económica, sino de valores morales. Cuando se masifica un exacerbado deseo de comprar, de frecuentar centros comerciales –como ahora el famoso Black Friday–, perdemos la cordura y el sentido común sobre la pobreza que hay en otros lugares, de las injusticias que hay, no sólo entre hombres y mujeres, sino también entre las sociedades más avariciosas y las más pobres.
Por eso no debe de haber ninguna duda de que el capitalismo asedia nuestra autenticidad, nuestra coherencia personal, y nos transmuta en verdaderos esclavos a su merced. No sólo nos convierte en lacayos, sino que también nos despoja de nuestros derechos constitucionales y democráticos, esto es, la pérdida del Estado de Bienestar. Mismamente por esa razón, para los organismos internacionales y para el capitalismo, los ciudadanos ya no son ciudadanos –en la medida que tienen unos derechos y libertades– sino células que hacen funcionar a todo un complejo organismo, al que había que añadir otras vertientes más vorágines, como la Globalización y el Neoliberalismo. Dos consecuencias que las políticas económicas son incapaces de arbitrar, entre otras razones porque los Estados se sustentan sobre el libre comercio, la amplitud de las fronteras y la diversificación de mercados. Estas doctrinas que han dado origen a un mundo cosmopolita y cada vez más amoral, es decir, sin moralidad ninguna. Y, como contrapartida, han provocado daños colaterales como el aumento de la pobreza, la marginación social, el empobrecimiento de las clases medias y la sumisión al dinero. Son muchos los economistas e intelectuales que han apuntado, reiteradas veces, que las políticas económicas irían asolando gradualmente el Estado de Bienestar. Cosa que por desgracia ha ocurrido. ¿Estábamos condenados a que así ocurriera? En parte, sí. ¿Por qué? Pues porque, inexorablemente, el capitalismo ha ido avivando más el exterminio de las democracias y los derechos constitucionales; porque ahora vivimos –y no es nada nuevo afirmarlo– una plutocracia, o lo que es lo mismo, el gobierno del dinero. Por esa misma razón, el capitalismo ha degradado nuestra forma de vida. Y todo ello tal vez sea una manera de caer a tientas en un determinismo, tal y como sostiene Niño-Becerra en su famoso ensayo Más allá del crash. Y, como si se tratara de una especie de selección natural, hay quienes consiguen adaptarse a la voracidad de la economía, y hay quienes no lo consiguen. Lo cual significa que unos podrán transcurrir sobre las aguas del río y otros, inevitable y desgraciadamente, quedarán a la deriva. ¿Cuál es la razón entonces? Sencillamente, porque no hay nada que vulnere tanto los Derechos Humanos como el capitalismo y la economía mundial. Sobre todo cuando la sociedad ha perdido su propio control. Eso es lo que ha ido ocurriendo en las últimas décadas, la manera en la que toda la sociedad, envilecidamente, se ha ido lastrando a sí misma. Por eso me pregunto si, desde sus orígenes, el capitalismo nos ha ido condenando poco a poco al exterminio, sin que nada lo impida.
Luis Javier Fernández
Muy interesante, Luis Javier Fernández. El Capitalismo se precipita hacia la extinción, tal como lo hizo el Comunismo tras caída del Muro de Berlín. La Humanidad está en proceso hacia la Era de la Lógica Global Convergente (LGC).