El hechizo de las redes sociales. Por Luis Javier Fernández

El hechizo de las redes sociales

Uno de los cambios sociales más controvertidos de todos los tiempos no ha sido la saturación tecnológica en la que todavía a día de hoy nos vemos envueltos, sino la aparición de la Web 2.0. Una consecuencia lógica que se ha ido gestando desde la década de los ochenta, cuando la revolución de los hardwars había superado, todavía en ciernes, a los nuevos retos que se prolongarían durante décadas. No hace falta explicar en estas líneas qué es el fenómeno Web 2.0. Aunque se podría destacar que dicho fenómeno social ha creado un nuevo perfil de usuario, en tanto en cuanto ya no es un receptor de información, sino también un creador, gestor, administrador y distribuidor de ella. Y esto puede ser tan fascinante como perturbador.
Un severo auspicio mermaba entre las masas cuando se iba a producir el cambio del milenio; mucha gente presuponía que el nuevo siglo XXI nos iba a acarrear mayores problemas en el ámbito social y tecnológico hasta antes nunca ocurrido. Se propagaba a troche y moche, con más incredulidad que raciocinio –o peor aún, por propia ignorancia–, que las máquinas y las nuevas tecnologías llevarían a la sociedad a un abismo. Lo cierto es que ha ocurrido todo lo contrario: las tecnologías emergentes han proliferando con creces hasta que ya se ha perdido de vista, por desgracia, dónde está una necesidad de mejora en la calidad de vida, y dónde empieza y acaba la invención tecnológica allende las limitaciones. Está claro que la tecnología ha prevalecido por encima del individuo; algo que ya vaticinó Aldous Huxley en Un mundo feliz. En ese sentido somos los seres humanos quienes nos intentamos adaptar a las tecnologías de la información y la comunicación, y no éstas a nuestras comodidades de vida.
Pero ¿qué es lo más trascendental de las TIC? Sin duda, las redes sociales. Y este es el meollo de la cuestión: cada día pasamos parte de nuestro tiempo, quizás más de lo necesario, imbuidos por todas las cosas que aparecen en Facebook, Twitter, Instagram, Youtube, por citar las más destacadas. Ya sabrá el lector la gran ventaja que han supuesto estos canales de información apabullante: crear y compartir información. En ese sentido, ¿cómo distinguir la información relevante de la inútil? ¿Cómo juzgar reflexiva y razonadamente acerca de lo que nos muestran las redes sociales a diario? ¿Dónde está la diferencia entre la opinión y la crítica que cualquier usuario es capaz de ofrecer a través de ellas? No es una perogrullada afirmar que con frecuencia la forma de comunicarnos vía telemática está siendo más puerca y acrítica. Resulta llamativo que se juzgue la información, o se etiquete, o se distinga solamente por la forma y no por el fondo, es decir, por medio de 140 carácteres como en Twitter, o por el simple título de un enlace, o de un link, o de cualquier texto. Esa posibilidad que nos ofrece, por ejemplo, Facebook de otorgar un lacónico rostro de sonrisa, de enfado, un corazón, o el frustrado con la lágrima; ya sabe el lector a lo que me refiero, a esos emoticonos que acompañan a determinados enlaces. ¿En relación a qué? ¿Qué se pretende con etiquetar la información de esa manera? ¿Hacerla más o menos distinguida? Paradójicamente, eso demuestra sólo una cosa: lo acríticos y ramplones en que nos han ido convirtiendo las redes sociales. Resulta abrumador que se juzgue un libro por su portada, que se juzgue una casa por la fachada que tiene; pero todavía resulta más aciago cuando al otro lado de la pantalla no se encuentra un receptor, o un usuario crítico-reflexivo lo suficientemente sensato como para distinguir el oro de la chatarra, o la relevancia de la bazofia… Ése es el más peligroso hechizo de las redes sociales: la posibilidad de crear bobos y engañabobos, la posibilidad de que cualquier pelanas puede convertirse en alguien popular, incluso la facilidad para caer a tientas en las más sublimes falacias encubiertas de buenas y sensibles palabras.
Ante la falta de filtro que tiene Internet para distinguir un mensaje imprescindible, relevante, frente a un simple discurso o un conglomerado de palabras que llegan a imbuir al receptor, cada vez más la sociedad permanece en un estado de entretenimiento ruin y mediocre. Como bien declaró el sociólogo Zygmunt Bauman, recientemente fallecido, en su ensayo Modernidad líquida: «Internet nos adormece con entretenimiento barato: en vez de ser un instrumento revolucionario son un nuevo opio del pueblo». Muchas veces el problema no reside en la cantidad de información que percibimos a diario, sino cuando toda esa información nos va seduciendo sin ningún retorno. Ante la pluralidad de opiniones que se formulan a través de una red social, ¿qué sentido tiene etiquetar una determinada información con un simple emoticono? ¿O retuitear determinados carácteres como acertados juicios morales? Lo único que nos ofrecen las redes sociales, para mayor inri, es una información breve, escueta, sin más dilación, que coincida exactamente con nuestras preferencias. La prioridad, desde el punto de vista pedagógico, ya no es el ofrecimiento de conocimientos, sino hacer una determinada palabrería en algo llamativo, seductor y convencional, todo ello con el fin de que un mensaje llegue a cuantos mayores receptores pueda; algo que sin ton ni son genera una extensión tan masiva que llega, incluso, a ser viral. Parece que cualquier cosa que no se muestre en las redes sociales es como si no existiera. Lo que también implicaría enaltecer muchas mentiras como si fueran verdad, motivo que nos impulsa a toda la sociedad del conocimiento no a refrenar las falacias que muestras las redes sociales, sino a distinguirlas. ¿Dónde está el problema cuando la información es tan variopinta? En términos generales, en no contrastar las fuentes de información, en no desmenuzar las opiniones de expertos frente a las opiniones de otros usuarios. Resulta peligroso que una mentira llegue a propagarse mil veces por un internauta (término ya obsoleto) hasta llegar a convertirse en verdad: un embuste sigue siendo embuste aunque se propague cuarenta veces. Y, por estadística, alguien pensará que es verdad y por lo tanto se la acabará creyendo.
No es menos cierto destacar, como conclusión, que las redes sociales no están concebidas para alcanzar horizontes de pensamiento, sino para difundir todo aquello que prevalezca siempre y cuando tenga cabida entre los usuarios. Y en ese sentido es muy fácil caer a tientas en un hechizo genuinamente voraz. Y eso es terrible.

Luis Javier Fernández

Luis Javier Fernández

Es graduado en Pedagogía y máster en Investigación, Evaluación y Calidad en Educación por la Universidad de Murcia. En 2019, finaliza sus estudios de Doctorado en la misma institución. Autor de la novela 'El camino hacia nada'. Articulista, colaborador en medios de comunicación, supervisor de proyectos educativos y culturales. Compagina su vida entre la música y la literatura.

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