Con frecuencia me viene a la mente la frase que asegura que «los mayores males jamás suceden más que en nuestro pensamiento»; sin embargo, a veces se hacen realidad otros que no nos atrevemos ni a imaginar. Yo, que sé que nuestra vida marcha según nuestros pensamientos, trataba por todos los medios de pensar que no había ninguna razón para sentirme tan inquietada, que el control en el aeropuerto había sido exhaustivo, que si a mí me habían requisado la pequeña navaja que le traía a mi padre –comprada más por alegrar la cara de aquel niño palestino que por considerarla un regalo oportuno–, y a todos los pasajeros nos habían examinado y preguntado hasta la extenuación, no había razón para preocuparme, porque igual suerte tendría que haber corrido aquel chico árabe que se sentaba junto a mí en el avión.
Sin embargo, el bombardeo de preguntas a que me sometió, en un perfecto español, nada más despegar de Tel-Aviv, iba haciendo que la primera sensación de agrado por encontrar un contertulio amable se convirtiera en sorpresa para pasar después a desconfianza, temor, miedo… terror. Pese a la escasez de espacio que proporciona, una vez situados en el asiento, el pájaro metálico, yo me esforzaba en mirarle los pies, las gafas, el reloj y hasta la correa del pantalón imaginando en dónde podría llevar oculta una carga explosiva que nos hiciera saltar a todos por los aires (nunca mejor dicho) de un momento a otro. Me preguntaba por qué había tenido que tocarme justo allí y por qué me hacía a mí, precisamente, confidente de aquellas cosas. Si no me conocía de nada cómo podía arriesgarse a hacerme comentarios políticos. ¿A cuento de qué me especificaba sus viajes a Mosul o la caída de Palmira en manos del Estado Islámico? Yo no entendía si su pretensión era impactarme o implicarme, tomarme el pelo o acojonarme, pero cuando se inclinaba sobre mi oído para hablarme del sufrimiento de un pueblo inocente y del dolor de unos niños que no entienden absolutamente nada del infierno que les rodea yo sentía, junto a una adhesión comprensible a su postura y un creciente pánico, una especie de absurdo privilegio: en aquel momento pensaba que, a diferencia del resto de pasajeros, yo podía delimitar dónde se encontraba una posible amenaza de peligro. Miré a mi alrededor, a toda aquella gente que viajaba aparentemente tranquila, quizá hasta felices, tan felices como lo estaba toda esa otra que celebraba bodas o fiestas con amigos antes de desintegrarse víctimas de la locura, la barbarie, la ignorancia y, con toda seguridad, la desesperanza: porque sólo la desesperanza y el analfabetismo pueden llevar a un hombre a la locura de convertir su cuerpo en un monstruoso esbirro de la muerte.
¿Qué importa que la desesperanza se llame Palestina, Israel, Afganistán, Siria…? A la desesperanza le gusta cambiar de nombre, como al enemigo le gusta cambiar de apariencia. Así, potencias enemigas irreconciliables se alían y el enemigo deja de tener nombre para convertirse en algo abstracto, desconocido, indefinible: que igual puede venir en forma de avión, de polvo químico, de hombre-bomba, de pistola en la nuca, de radicales islámicos… Y países que no representaban una amenaza para el resto los descubrimos de pronto poniendo en grave peligro el equilibrio mundial. ¿Dónde está el enemigo?
Tal vez, el enemigo más cierto, el número uno, sea precisamente la certeza de la incertidumbre. No saber, desconfiar, sospechar, temer… Sentir la espada de Damocles oscilar sobre nuestras cabezas sin saber en qué momento acabará con nosotros. Angustiarnos a todas horas recelando de quienes se nos acerquen buscando en nuestra mirada o en nuestras palabras un poco de comprensión o de consuelo. ¿Será el enemigo mortificarnos tratando de averiguar dónde está el peligro hasta destruirnos a nosotros mismos?
Cuando anunciaron que íbamos a tomar tierra, en el colmo de su confiada amabilidad, me regaló una «Mano de Fátima».
De vez en cuando, intento calmar la vorágine de mis pensamientos, o acallar la fiera que dentro de mí grita asustada, colgando sobre mi cuello aquel presente, pero, probablemente, debe de faltar algún requisito porque el conjuro no da resultado. Me imagino que, como el enemigo, la fuerza también está en el lugar más insospechado.
Ana M.ª Tomás