He dedicado unas cuantas horas del fin de semana a leer el manifiesto que Anders Behring Breivik firmó con el seudónimo de Andrew Berwick.
Son tres libros, 1500 páginas en total, llevo unas 400. Están muy bien escritas –tiene un ritmo que ya hubieran querido algunos de los iluminados que le precedieron e inspiraron, como Unabomber, por ejemplo-, documentadas y argumentadas.
Da qué pensar el hecho de que, para evitar la islamización de Europa, proponga que las mujeres se queden en casa con la pata quebrada y que se prohíban los hijos fuera del matrimonio. Como en el Islam.
Parece que él y sus enemigos tienen el mismo problema: sexo.
Y al poder, se pinte del color que se pinte, le interesa tener a la población atontada por el sexo.
Bien por defecto, como sería el caso musulmán.
Bien por exceso, como sucede en cualquier sociedad occidental.
A los musulmanes les prometen que habrá sexo ilimitado en el paraíso.
A los occidentales les prometen eso mismo en la tierra.
Aunque B. acusa a la izquierda de haber hipersexualizado la sociedad fomentando el amor libre, yo creo que se queda corto. A la corrección sexualmente política de la izquierda, hay que unir el triunfo del consumismo, que ha conseguido convertir el sexo en una mercancía más. En un fin.
A los occidentales les hacen creer que todos y cada uno de ellos pueden ser dioses del sexo.
Pero el sexo es un arte: precisa de talento natural, aprendizaje y dedicación.
Y, del mismo modo que no todo el mundo puede ser Picasso, no todo el mundo puede ser un dios sexual.
Es normal que muchos occidentales se frustren porque sus vidas sexuales son mediocres, o por todo lo contrario: porque están hartos del regusto a vacío existencial que deja a su paso el exceso de sexo intrascendente.
No sé cuál de los dos casos sería el de B. que, según he leído por ahí, a su edad vivía con su madre y no había vuelto a ver a su padre desde los quince años.
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