Tras dieciocho años de elaboración y catorce desde su versión definitiva, ven la luz estos cuentos de exultante poder narrativo, cautivadora lectura y simbólico homenaje al arte.
El tiempo es el mismo. Su fragmentación, que convierte nuestra realidad personal en sucesos que la memoria rescata del fragor cotidiano, son estaciones de un mismo tránsito, de una misma extensión que construye un mismo destino, y que se origina en el mismo principio. La apertura y cierre del círculo invisible que todo lo contiene no es más que el cruce de caminos que circunstancial y azarosamente es afín a la derrota que sigue como embarcación a la deriva. Incierto periplo y expectante persecución de un tiempo venidero e inmediato por descubrir. «El hombre está protegido frente al tiempo histórico por su vinculación a una jerarquía donde lo religioso, lo político, social y familiar constituyen las diversas manifestaciones terrenales de la divinidad». Luis Gonzalo Díez en su obra ensayística Los convencionalismos del sentimiento nos enfrenta con nuestro propio desvalimiento, porque la historia ha truncado ese lugar inmutable y seguro que proveía hasta el truncamiento que supone la era contemporánea. A partir de ese momento, los principios no quedan obsoletos, sencillamente se derrumban como un castillo de naipes ante la inconsistencia de dioses y verdades que se diluyen como azúcar en agua. El eco de los siglos desemboca en la melancolía y la desesperanza que en su reflejo novelado destruye a los héroes míticos y los convierte en hombres terrenales, meros accidentes, avatares insólitos en su afán por alcanzar la libertad en su propio destino.
Viaje de invierno –Ediciones Destino, 2014. Traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera– es una reconstrucción del alma que oscila entre la febril locura y la abnegación silenciosa. El permeable sentido existencial se despliega desde la celebración de lo inaudito, apesar de las imprevisibles consecuencias que contrae y como asentimiento a ese divagar consciente de los seres humanos, y el horror abyecto que nos convierte en ciegos y sordos ante la desgracia ajena que infligimos y protagonizamos con virulencia y sangre fría.
En esta dualidad conviven los numerosos personajes que habitan estos catorce cuentos. Se proyectan como sombras sobre la pared, unas veces huidizas y escalofriantes y otras con cierto encanto y ternura, e incluso con humor negro recurrente y conciliador con el drama que experimentan.
La patria oral de esta obra es la indagación que el propio lector experimenta con cada uno de los cuentos. Nos hablan en primera persona. Con ese interés por inmiscuirse en la vida de aquél, de nosotros mismos. Negro sobre blanco, constatar que «(…) la vida no es el camino, ni siquiera el destino, sino el viaje, y que siempre desaparecemos en mitad del trayecto, no importa dónde». Posee un hilo argumental que hebra a hebra va construyendo una historia común pero comprimida en las diferentes narraciones que entrecruzan espíritu y materia, ficción y realidad. La persecución de ciertos matices va desentrañando la verdadera arqueología de la obra. Mientras tanto el placer de la lectura se acrecienta a medida que avanzamos por los títulos de cada cuento que bien pudiéramos reconocer como capítulos de la obra. Los avances y retrocesos en el tiempo nos ayudan a reconsiderar nuestro posicionamiento ante el mundo, a desapegarnos del tiempo en el que nos encontramos y a sumirnos en la frágil envoltura que significa vivir o morir. Sutil engaño individualizar cada historia, cuando la voz de cada una de ellas compone el coro que resuena como un solo cuerpo erguido y expresivo. El acontecer y devenir de cada cuento va fundamentando la biografía retrospectiva que se desconoce, y, sin embargo, se especula sin mayores inconvenientes, pues tiene la facultad de hacérnoslo cercano, próximo, casi familiar. Es la historia de Europa que ha enterrado sus divinidades y ahora pugna con sus ancestros para tratar de recuperar la belleza perdida. Música y pintura son dos elementos potenciales y catalizadores de esta obra. El horror de aquélla se manifiesta porque es depositaria de lo inalcanzable, de lo inviolable, de lo indeleble que se sustancia en su propia naturaleza pero que es degradada, violentada y maltratada por la ambición de poseerla, de uncirla a la fría contabilidad comercial o a las oscuras esferas del poder para limitar su contemplación salvífica.
Esplendente inicio, nudo y vuelta a empezar. La descripción de un concertista de piano que se plantea en el mismo escenario dejar su actuación y, con ella, la vida que había llevado hasta ahora es el desconcertante, y no por ello menos expectante, inicio de esta obra que no resta intensidad de principio a fin. El halo de la muerte constriñe el pensamiento de Pere Bros. A pesar de este refreno comienza el concierto pero lo hace por el final del programa previsto. «El andante sostenuto de la novecientos sesenta es la muerte que llega desde las brumas del Danubio (…)». Las sonatas llamadas póstumas que en 1828 compusiera Schubert son la mecha que prende en la avidez lectora con rapidez inusitada. La obra conjuga artisticamente su narración con otras variantes bibliográficas, musicales y pictóricas. Elementos que son las junturas del Viejo continente, desde la inefable luz hasta la estremecedora oscuridad, llegando a nuestros días de anodino tono, donde el dinero es el sumo sacerdote y la cultura es el hijo bastardo. Libros, música y pintura, tres universos que se elevan como exponente de la civilización occidental y que conviven con el delirio de los hornos crematorios o la hipocresía eclesiástica del Vaticano. Una novela contada donde la intriga y el misterio posee en algunos de sus pasajes rasgos de interesante novela negra.
Jaume Cabré aguza los sentidos en las intrahistorias que componen la Historia a través de los cuentos. Hay una excepcional afinación en el rumor caudaloso que fluye en el dilatado curso de los hechos que nos presenta como afluentes de un río mayor. A su deslumbrante sencillez narrativa, fruto de un proceso de decantación exhaustivo, adiciona una capacidad de transposición de hechos y episodios que logra ensamblar sin restar viveza a los hechos descritos ni dinamismo a la propuesta literaria que sostiene con cohesión y solidez.
La escritora rusa Nina Berberoba, en el ensayo Nabokov y su Lolita,acrisola este valor literario que, sin duda, define al del propio autor barcelonés. «El tempo y el ritmo del relato llevan la marca de la personalidad del autor. Que los sentimientos del personaje, los acontecimientos de la novela y la energía creativa del autor forman un todo«. El propio autor lo desvela en el Epílogo. «Cuando por fin comprendí que tenían piernas, (…), me puse a esperar sentado, inmóvil, a la puerta de la cabaña, a que los cuentos pasaran un día por delante de mí para atraparlos por el pescuezo y pedirles explicaciones. Y así, cuento a cuento, con mucha paciencia, fui desentrañando el secreto de cada uno, la razón por la que se me había ocurrido la primera línea, tal vez, la idea precisa o imprecisa de un final literariamente edificante que sólo podía existir a partir de un comienzo que todavía no conocía».
El amor late como rumor de fondo, pero con una significada presencia y existencia en la disyuntiva a la que se enfrentan los personajes. Inalcanzable, insatisfecha e, incluso, quimérica, la necesidad del otro acusa el traumático destino a que se ven abocados en su soledad interior. El amor es un deseo que se agarra con uñas y dientes mas no evita su inexorable destino: la pérdida. Aunque hay otro latido de amor por la propia existencia y lo que vindica en el ser humano su grandeza: la sensibilidad y trascendencia de la obra de arte como prueba inequívoca de su huella en el aire.
Si bemol, la, re bemol, si, do. Una plegaria que recorre siglos hasta toparse de bruces con la receptividad necesaria para aceptarla y comprenderla. «(…) a su manera, él también existía». Un rasgo de identidad que se expresa en la intemporalidad de las cuentas que belleza y horror deben saldar constantemente con el alma. Esa linde de afilada garganta que las delimita y, a veces, hasta confunde. Quizás con el único alivio de insuflar el aliento que sólo el ser humano puede contener para resucitar el olvido que un día fue hecho fehaciente del pensamiento. «Usted lee libros porque le da pena, que no los lea nadie. Le da pena el olvido (…) Quiere resucitarlos con la lectura». Con la lectura de Viaje de invierno nos adentramos sigilosamente en nosotros mismos.
Pedro Luis Ibáñez Lérida
Me has convencido y ya lo tengo en mi poder.
De Cabré solo me he leído «Señoría», pero me lo bebí y lo disfruté como hacía tiempo que no disfrutaba con la lectura. Ya te contaré mi viaje de invierno.
Por cierto, Pedro Luis, me encantan tus reseñas. Muchas gracias por compartirlas.