Buenas tardes, amigos y colaboradores de Canal Literatura. Estos últimos días de febrero están siendo más crudos que de costumbre: temperaturas bajas y cielos encapotados, algo que en Valencia (la Miami española) no estamos acostumbrados a tener. Sin embargo, ese helor en el rostro se agradece. Así que me voy a dar un paseo. Pero esta tarde haré un buen chocolate. Os dejo una entradilla de El amante de MD y un poema con pinceladas eróticas para paliar la suavidad invernal. Un abrazo.
La dama está en la terraza de su habitación, contempla las avenidas que corren a lo largo del Mekong, la veo al regresar del catecismo con mi hermano pequeño. La habitación está en el centro de un gran palacio de terrazas cubiertas, el palacio está en el centro del parque de las adelfas y de las palmeras. Una misma diferencia separa a la dama y a la niña del sombrero de ala plana del resto de la gente del puesto. Así como las dos contemplan las largas avenidas de los ríos, así son las dos. Las dos aisladas.
Solas, reinas. Su desgracia es evidente. Abocadas las dos a la difamación debido a la naturaleza del cuerpo que poseen, acariciado por los amantes, besado por sus bocas, entregadas a la infamia del goce hasta morir, dicen, hasta morir de ese amor misterioso de los amantes sin amor. De eso es de lo que se trata, de esas ganas de morir. Eso emana de ellas, de sus habitaciones, esa muerte tan poderosa que la ciudad entera está al corriente, los puestos de la selva, las capitales de provincias, las recepciones, los bailes lentos de las administraciones generales.
La dama acaba precisamente de reemprender esas recepciones oficiales, cree que se acabó, que el joven de Savannakhet ha entrado en el olvido. Así pues la dama ha reemprendido esas veladas que considera a propósito para que la gente pueda verse de vez en cuando y para, también de vez en cuando, salir de la espantosa soledad en la que se hallan los puestos de la selva perdidos en las extensiones cuadriláteras de arroz, del miedo, de la locura, de las fiebres, del olvido.
Por la tarde, a la salida del instituto, la misma limusina negra, el mismo sombrero insolente e infantil, los mismos zapatos de lamé, y ella va, va a hacerse descubrir el cuerpo por el millonario chino, que la lavará en la ducha, detenidamente, como la pequeña hacía cada noche en casa de su madre, con el agua fresca de una tinaja que el hombre reserva para ella, y después la llevará mojada a la cama, pondrá el ventilador y la besará una y otra vez por todas partes y ella pedirá más y más, y después regresará al pensionado, y nadie la castigará, ni le pegará, ni la desfigurará, ni la insultará.
El se mató al final de la noche, en la gran plaza del puesto resplandeciente de luz. Ella bailaba. Después, amaneció. Había siluetado el cuerpo. Después, transcurrido un tiempo, el sol había deformado la forma. Nadie se había atrevido a acercarse. La policía lo hará. Al mediodía, después de la llegada de las chalupas, ya no habrá nada, la plaza estará limpia. Mi madre dijo a la directora del pensionado: no importa, todo eso carece de importancia, ¿ve? ¿Ve qué bien le sientan esos vestidos usados, ese sombrero rosa y esos zapatos dorados? Cuando habla de sus hijos la madre está ebria de alegría y, entonces, su encanto es aún mayor.
Las jóvenes vigilantes del pensionado escuchan apasionadamente a la madre. Todos, dice la madre, todos la rondan, todos los hombres del puesto, casados o no, la rodean, requieren a esa niña, esa cosa, aún indefinida, miren, una niña aún. ¿Deshonrada, dice la gente? Y yo digo: ¿cómo se las arreglaría la inocencia para deshonrarse? La madre habla, habla. Habla de la prostitución manifiesta y ríe, del escándalo, de esta payasada, de ese sombrero fuera de lugar, de esta elegancia sublime de la niña de la travesía del río, y ríe de esa cosa irresistible aquí, en las colonias francesas. Hablo, dice, de esa piel blanca, de esa joven criatura que estaba hasta ahí escondida en los puestos de la selva y que de repente sale a la luz del día y se compromete en la ciudad a la vista y al conocimiento de todos, con el desecho del millonario chino, diamante en el dedo como una joven banquera, y llora.
Extracto de El amante
Marguerite Duras
Muerde mi cuello
y araña mi espalda
pasión desbordada
amor y sosiego.
Muerde mi cuello
y araña mi espalda
dime un requiebro
moja mis nalgas.
Muerde mi cuello
y araña mi espalda
pezones dilatados
caderas que hablan.
Muerde mi cuello
y araña mi espalda
la mariposa alada
tu única mirada.
Muerde mi cuello
y araña mi espalda
hinca tu espada
mi templo te llama.
Muerde mi cuello
y araña mi espalda
duerme conmigo
no te vayas.
Muerde mi cuello
y araña mi espalda
sabes que te amo
eres mi alma.
Muerde mi cuello
y araña mi espalda
¿dime que no es un sueño?
El semen mana.
©Anna Genovés
04/08/2014
Todos los derechos reservados a su autora.
Imagen tomada de la red.
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