El cuervo.
Supongo que esta manzana madurará con el tiempo.
Por terquedad la arranqué del árbol desde antes
la mordí,
me supo agria
y percibí en ella el color verde naciendo
de las orillas del espacio que dejó la mordida.
Supongo que algún día dejaré de pedir perdón
por caminar a media noche en el bosque,
los lobos aullaban a mi paso
como si a lo lejos pudieran ver la catástrofe:
la luna, sobre una cuerda floja, se tambaleaba
y yo no la veía, no sé por qué;
pero algún día se saciará mi sed de perdón.
Supongo que algún día no seré yo quien rompa los espejos,
de mi boca saldrán más que gusanos,
los cuervos no se llevarán mis ojos ni mis letras
y lloverá sobre mí toda verdad posible;
mirad el espantapájaros, diré, es cierto que sin
la parvada de esas bestias carroñeras de ojos rojos,
sangre etílica,
garras afiladas,
plumas «radiantes»
y cantos desafinados
el cielo pierde la neblina;
mirad que hasta la miseria le teme al sol.
Supongo que algún día me pintaré de gris;
pero juro que me arranco las plumas antes de unirme a la parvada.
Supongo que los cuervos observan esta manzana,
le quitan la tierra,
le hunden el pico,
el jugo resbala por su garganta
y no disfrutan su sabor.
¿A mí qué me importa que los cuervos no hallen placer
en lo que no es para los cuervos?, me pregunto.
«Es tanto lo que te importa
porque tú tampoco disfrutas esta manzana,
tal vez porque en el fondo,
tú eres, contigo misma,
el cuervo al que más le temes», me respondo.
Chalico