Erramos por años, vagabundos olvidados,
sobre el desierto cemento de las calles. Guiaba
nuestros pasos una silueta arrinconada,
la sombra que, por tantos años,
codiciaba nuestra aislada
y recogida compañía. Y aquella orfandad
quiso empujarnos tantas veces a mirar hacia
las casas ceñidas a sólo uno de los márgenes.
¡Qué falsos palacios de fastuosos estucados!
¡De qué modo nos convino su imitada luz!
Pero el sol, un día, vino a nacerse en nosotros.
Todo nos sobró; de vino
rebosaron nuestros vasos;
las calles remediaron ser aquellos eriales
de antaño para venir a derramarse con las gentes
que dejaban desnudas las salas de las casas.
No volvió la lluvia para anochecer las frentes
y los ojos; acaso para crecer la carne,
como crece el pan cuando toca la leche tibia.
Pude mirar hacia todas las orillas. Vine
así a despertar en esta casa de paredes templadas,
desvestidas de cantos y alborotadas risas,
y que sólo cubría la música. La casa
que hoy es todo mi cobijo.
Y qué pequeñas, hoy, las grandes cosas de ayer.
© Juana Fuentes