He sentido cómo la lluvia golpeaba
mis ventanas, y creí que eras tú…
He escuchado al silencio gritar
nuestros nombres, y oí tu voz…
He soñado tantas veces tu presencia
que deseé no despertar jamás…
He saboreado tus besos en nuestra alcoba
y volví a creer en el amor.
Eras todo lo que puse en lo alto de la cima,
mi deseo y mi sombra,
el fiel guardián de mis sentidos,
la mirada cómplice de mi alma.
Eras el dueño de las caricias
que recorrían nuestros cuerpos desnudos,
eras la brisa de la madrugada,
todo aquello que me embriagaba…
Ahora mis besos no tienen destino,
nuestro lecho de amor es desierto,
y mis caricias naufragan de manera
constante en un sendero incierto.
Eras el rostro que besaba y amaba,
la mano a la que me aferraba,
el silencio certero del sentimiento,
la conversación perenne de mi alma.
Eras todo en mi mundo de nada,
mi posesión más preciada,
mis abrazos reconfortantes en
un regazo donde anidaban nuestras miradas.
Eras el agua del rocío de la mañana,
el sentido y timón de mi vida apagada,
mi referencia en una almohada
que se hunde en un mar de soledad…
porque ahora, latido distante,
puedo entonar mi himno a la verdad porque
tu nombre y el mío, tus besos y tus caricias
componen lo principal de un mundo que lloro:
Ese mundo eres tú
y tú lo eres todo.
Isidro R. Ayestarán, 2007