Así me decía mi madre:
“Ven, hijo del mar…”
Y yo iba con mi corcel de olas
a verla transformarse en un crepúsculo
que enrojecía las aguas
para hervirlas de sal y nubes,
para rociarse de algas
y mudarse aguamarina
entre moluscos de ultramar.
Dicen que el mar existe cuando ella ríe.
Por sus manos de bajamar
las caricias y los mimos…
la ternura de su rostro.
Dicen que de niño, muy de niño,
me ponía en su pecho,
y la espuma era en mi boca
su velo de mujer.
“Ven, hijo del mar…”
Y me iba a navegar.
Salvador Pliego
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