Un vaquero sin pistolas recorre en
una diligencia las calles de la ciudad;
es un poeta a contracorriente, incluso
en el ritmo de sus latidos de corazón
– hasta en eso es diferente -,
con una música de fondo de saxofón
anclada en cada uno de sus huesos,
sus músculos, su angosta anatomía,
sus ojos ocultos en minúsculas gafas
de sol, como aquél príncipe de la película
de Coppola…
Camina despacio entre estatuas solitarias,
cada una con sus pequeñas cosas,
cada una con sus motivos de inspiración,
cada una, aún con ganas de continuar un día más.
El slogan de la tienda de una amiga,
“tu esquina del ahorro desde 1963”, le arranca
la primera sonrisa abierta en meses…
Dos enamorados que gritan y lloran, que
se aferran a las ganas de seguir siendo uno
a pesar de las múltiples despedidas definitivas,
le corroen el alma y el interior… por ser estampa
de su propia vida, tantas veces repetida.
Y en eso, un cortejo fúnebre que se para ante
un semáforo para que él pueda cruzar hacia la
cúpula arbolada de la Alameda Segunda.
Y vuelve la cabeza para ver en qué termina aquello:
la chica llora, el chico se vuelve hacia ella, la abraza,
le suplica una vez más una nueva oportunidad,
y en eso, el claxon impertinente de corto
de miras de un imbécil, que pita a rabiar al coche
de las flores para que reanude su marcha en estos
tiempos de incoherencia perenne, donde hasta
los muertos parece que molestan.
Luego, el príncipe de las pequeñas gafas oscuras
se para ante un inca que toca una ocarina,
“The sound of the silence” le evoca un baile
lento en alguna cama perdida hace mucho tiempo,
y dos señoras entradas en años y carnes, que se
desesperan rascando cupones de una suerte esquiva.
Sonidos de silencio… Sonidos de azar…
Sonidos de ciudad que se revuelven en sus recuerdos.
Pero el paseo continúa en aquella mañana de martes,
con sus andares lentos y meditados, como queriendo
echar raíces en cada uno de aquellos pedestales…
Un anciano toca una guitarra en una calle peatonal,
pide limosna a cambio de su arte, y lo que parece una
súplica en su cartel, hace que el príncipe se siente a
contemplarle, a escucharle, a llorarle…
“Os necesito tanto como vosotros la música” dice,
y unas monedas jamás serán recompensa suficiente
para quien lleva años invocando una simple sombra
para que le haga compañía.
Llega la noche en un fin de fiesta, acompañado
de su musa y la lejana personita especial de sus poemas,
un concurso de fotografías que no gana, un zumo pacífico
de frutas para no jugarse la vida tras la ingesta
cotidiana de pastillas, Pablo Santos, que toca a la guitarra
ante la indiferencia y el vocerío de un ajeno público estúpido
que sólo sabe escucharse a sí mismo, pero él rasguea
su guitarra, pelea sus canciones, se desgarra en cada estrofa,
en su divertida composición sobre una historia de amor
entre pañales con sabor a leche maternal…
Y el príncipe le aplaude y se funde en sus melodías, tan
cercanas, tan reales, tan de todos los amigos que le rodean
en el local bohemio donde poetas, fotógrafos, ilustradores
de cómics, galeristas, la dueña de una tienda de flores,
la actriz de un cortometraje y un mecenas escuchan sus propios
silencios ante cubatas y cigarros con aroma a marihuana.
Un cuarteto toca luego diversos temas instrumentales,
el “Quizá, quizá, quizá”, el “Bésame mucho”…
Demasiadas coincidencias, demasiadas jugarretas
del destino concentradas en un mismo espacio.
Y mojitos, cervezas, un vaso de agua mineral,
ceniceros atestados de colillas, y parejas
que se besan furtivamente entre cada acorde.
El poeta Juanjo Galíndez, que construye versos
en el libro de notas del príncipe agotado, pidiéndole
perdón por “husmear en su alma”, pero los poetas
somos hermanos en este mundo que él describe:
“trastes truncados, tras la agonía llega
el placer, el paladar a tu lado, lamiendo la boquilla
del destino inhumano…”
Y al final el príncipe se marcha del local bohemio,
tras una última súplica para dormir acompañado,
con el violín de la película “Modigliani” destrozándole
de nuevo la mirada y el escaso aliento en aquel
patético intento de resucitar el abrazo perdido entre
sus sábanas arruinadas de susurros y caricias…
Pero eso es simplemente asunto de poetas tristes,
y la quimera de amor ya se perdió de vista una vez más.
Hace tanto de aquello…
Hace tanto que duerme solo…
Hace tanto de tantas cosas…
… que el príncipe de los bohemios
le saluda a las estrellas desde su ventana, le lanza
un beso a las bromas que los amigos del pasado
le arrojaron sobre su estado de salud resquebrajada,
para, de manera agónica, trasladar sus manos hasta
el motor del amor renqueante donde, en un delirio
de éxtasis forzado y sobreactuado, lanza un suspiro
mientras sus frágiles dedos se impregnan del elixir
de la nostalgia, del aroma del amor compartido…
Cierra los ojos y duerme exhausto.
Es un príncipe sin aspiraciones a trono.
Es, tan sólo… un cuerpo destrozado y solitario
en una cama de uno cincuenta de ancho.
Y más allá de esa cruel frontera, sólo hay silencio…
Silencio…
Silencio…
Y los versos de su hermano poeta:
“El hombre maceta draga sus versos
con sílabas de la vida”.
© Isidro R. Ayestarán, 2009
El Cabaret de los Sueños
hola Isidro.
muy profundo tu poema ,
un gustazo leerte….
saludos
bernarda