Despegaba su cuarteada cara por lágrimas de sumisión
de la absorbente y tersa almohada
que, junto a su pulcritud, había asistido,
como tantas otras veces,
a un caótico episodio de violencia doméstica,
cual inocente espectador de la novela más negra
en pos de la degradación de un lindo ser humano,
otra linda mujer.
Mujer morena de raza,
gitana de semblante tranquilo,
pero apariencia demoledora,
tez color canela, ensortijada melena y negras pestañas
que abrían las persianas de su vista al día venidero,
y, frotando sus humildes y encharcados ojos
por el baile de su desesperación,
maquillaba suavemente su rostro,
lo rociaba de carmín y polvo
para no mostrar al mundo su purpúrea batalla,
triste día, que guardaría para sí
en el baúl de las apariencias,
engañosas, destructivas.
Había elaborado un perfil de mujer adaptado a su tiempo,
emprendedor, luchador, pero vacío,
vacío por aquel secreto que le inundaba las entrañas
que jamás desvelaría por no herir a los suyos,
que moriría en soledad, sin acompañamiento,
tarea difícil sería,
cuando las huecas voces promulgan un ensordecedor eco
libro abierto de agonía, de maniquíes de desesperanza,
medios informativos por doquier, pensantes de vidas nuevas
de curvos caminos segados por la cuchilla del valor.
Necesario valor
ansiosa opresión en su pecho, quebrado por aquel altar engañoso
y en su mirar, vítreo acero de cataratas de inocencia,
escamas adheridas a su cuerpo, el bienestar de tus hijos,
que no le dejaban flotar en la realidad de una vida,
de su vida marchita, mustia por el calor de esta caótica batalla.
Y pensaba marcharse algún día,
abandonarse en un oscuro rincón de su cajón desastre
y allí crecer como persona
con unas ramas fuertes, vigorosas
de raigambre poderosa y savia limpia
repletas de nuevas flores de esperanza y libertad infinitas
reinventaría su paraíso, carente de Adán,
y de tortuosos caminos del odio
y de sus auras rojas y sangrientas.
Izaría la vela, cosida a fuerza de la experiencia
y, quitando el amarre a su navío,
navegaría en nuevos mares, en nuevos horizontes
siempre, eso sí,
suprimiría de su brújula destinos inciertos, baldíos
esquivando el bravío oleaje de aguas turbias,
vespertino y certero viaje de su puesta de sol.
Aquel día meditó despacio,
susurró que había llegado el momento,
y, bajo una agitada respiración contenida,
al fin se dejaba aturdir,
no por la potencia de un puño,
sino por un amable pitido intermitente.
Descolgó su vida de tantos amargos sinsabores
cuando escuchó ese finísimo hilo de esperanza
que se extiende bajo los dedos que sujetan un teléfono
y marcó ese número, número prohibido,
sí, ese número que tanto tiempo había ocultado
aunque deseado baluarte,
pomo de la crujiente puerta de la desesperación
envolvente alegría, alada tristeza,
que se elevaba, que se esfumaba…
ahora por fin te sentías reina por un día.
Rocío Cruz