Reina por un día. Por Rocío Cruz

Despegaba su cuarteada cara por lágrimas de sumisión

de la absorbente y tersa almohada

que, junto a su pulcritud, había asistido,

como tantas otras veces,

a un caótico episodio de violencia doméstica,

cual inocente espectador de la novela más negra

en pos de la degradación de un lindo ser humano,

otra linda mujer.

 

Mujer morena de raza,

gitana de semblante tranquilo,

pero apariencia demoledora,

tez color canela, ensortijada melena y negras pestañas

que abrían las persianas de su vista al día venidero,

y, frotando sus humildes y encharcados ojos

por el baile de su desesperación,

maquillaba suavemente su rostro,

lo rociaba de carmín y polvo

para no mostrar al mundo su purpúrea batalla,

triste día, que guardaría para sí

en el baúl de las apariencias,

engañosas, destructivas.

 

Había elaborado un perfil de mujer adaptado a su tiempo,

emprendedor, luchador, pero vacío,

vacío por aquel secreto que le inundaba las entrañas

que jamás desvelaría por no herir a los suyos,

que moriría en soledad, sin acompañamiento,

tarea difícil sería,

cuando las huecas voces promulgan un ensordecedor eco

libro abierto de agonía, de maniquíes de desesperanza,

medios informativos por doquier, pensantes de vidas nuevas

de curvos caminos segados por la cuchilla del valor.

 

Necesario valor

ansiosa opresión en su pecho, quebrado por aquel altar engañoso

y en su mirar, vítreo acero de cataratas de inocencia,

escamas adheridas a su cuerpo, el bienestar de tus hijos,

que no le dejaban flotar en la realidad de una vida,

de su vida marchita, mustia  por el calor de esta caótica batalla.

 

Y pensaba marcharse algún día,

abandonarse en un oscuro rincón de su cajón desastre

y allí crecer como persona

con unas ramas fuertes, vigorosas

de raigambre poderosa y savia limpia

repletas de nuevas flores de esperanza y libertad infinitas

reinventaría su paraíso, carente de Adán,

y de tortuosos caminos del odio

y de sus auras rojas y sangrientas.

 

Izaría la vela, cosida a fuerza de la experiencia

y, quitando el amarre a su navío,

navegaría  en nuevos  mares, en nuevos horizontes

siempre, eso sí,

suprimiría de su brújula destinos inciertos, baldíos

esquivando el bravío oleaje de aguas turbias,

vespertino y certero viaje de su puesta de sol.

 

Aquel día meditó despacio,

susurró que había llegado el momento,

y, bajo una agitada  respiración contenida,

al fin se dejaba aturdir,

no por la potencia de un puño,

sino por un amable pitido intermitente.

 

Descolgó su vida de tantos amargos sinsabores

cuando escuchó ese finísimo hilo de esperanza

que se extiende bajo  los dedos  que sujetan un teléfono

y marcó ese número, número prohibido,

sí, ese número que tanto tiempo había ocultado

aunque deseado baluarte,

pomo de la crujiente puerta de la desesperación

envolvente alegría, alada tristeza,

que se elevaba, que se esfumaba…

ahora por fin te sentías reina por un día.

 

Rocío Cruz

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