Lo reconozco,
esta manía mía de hacer poemas,
esta mano izquierda, lastimera e inútil
reclamando su lugar.
Este no parar de ver fuera
lo que debería estar dentro,
no es otra cosa que un trago de vodka
para mi cuadriculado espíritu.
Aún entono letanías
sosegando la sabandija del lóbulo.
Voy mascando el fracaso de los soles de agosto
por las callejuelas de plomo, y me hago lluvia
alguna tarde.
Escribo poemas de guerra sin mancha
(la sangre es privilegio de corta estancia),
evasiva que va matando poco a poco,
los pronombres personales, ocultos
entre amapolas sudorosas.
Para no sentir el torpe ademán de los días ciegos,
los cincelo en las servilletas de barra y soledades.
Es más llevadero el golpe revestido de filigrana.
Y la piedra
(sombrío tropiezo por enésima vez)
es menos hierática con forma silábica.
El despeñadero del pasado es eutanasia de lo venidero
cuando nos asomamos a lo nuevo con mirada de perros viejos.
Lo reconozco,
escribo poemas para no amparar al barquero
que desde la ribera pide indulgente un remo.
Su grito envuelvo en metáforas de galernas
y diéresis acartonadas.
–La miopía de mi corazón es óbice inmóvil–
Escribo vestida de vocablos para no sentir el látigo
de mi cuerpo cansado en las orillas del norte.
Lo reconozco, escribo poemas para no sufrir
el «yo» sin ornamentos que tal vez no pudiese
soportar.
Matar al dios que cimenté con mi costilla
para poder morir,
y escribir el poema de los poemas
cuando por fin vea mi vida
sin el filtro de la palabra.
Pilar Gorricho