No lo aguanto más.
Al principio sólo era una imagen que se repetía cada día cuando paraba mi ascensor en el piso treinta y ocho, el de las oficinas de cierta compañía de abogados que no nombraré para que nadie ate cabos y me reconozca… Recuerdo el primer día que la vi, con aquel gesto de resignación, tan frágil, pero tan fuerte a la vez. Con su etérea diadema de pequeñas flores en la cabeza, como si en lugar de humana fuese una de esas figuras de hadas que se aparecían en las fotografías de mediados del siglo XIX, en pleno auge de los montajes de fantasmas y otros seres mitológicos e imposibles.
Recuerdo que me llamó la atención su atuendo… No congeniaba demasiado con la austeridad y los tonos apagados del bufete, pero quizá por eso era como un reclamo para todo el que se detenía en aquel piso. Y yo, que manejaba el elevador prácticamente durante las horas de oficina, era el que más me detenía a observarla, con un pudor casi infantil, como cuando espiaba a las chicas mayores desde el ventanuco del gimnasio, esperando descubrir aquello que mi pueril imaginación intuía como diferenciador entre ellas y nosotros.
Pronto aquellas paradas delante del despacho se convirtieron en una necesidad. TENÍA que verla, me había acostumbrado tanto a su serena belleza, a su maquillaje suave pero omnipresente, a su postura reclinada, que me era imposible no alargar la parada en su piso para observarla, para aprenderme cada una de sus líneas, de sus colores… de imaginarme su historia, a falta de tiempo y valor para abordarla y averiguar la de sus ojos.
Sus ojos… siempre cerrados. Daba igual la hora en que me parase ante ella. En el café que todos se tomaban en la primera parada del trabajo, a eso de las diez; a la hora que todos me abordaban para bajar al mundo y volver con sus familias, dejando paso a los compañeros del turno de tarde; incluso cuando éstos abandonaban por la noche el edificio, antes de que se cerrara el acceso a los pisos superiores y la noche cayese sobre la parte alta del rascacielos. Siempre cerrados, siempre conteniendo esa mezcla de súplica y sometimiento. Aquella mirada me acompañaba cuando yo mismo abandonaba mi turno y volvía a casa, una casa que ahora no me parecía tan solitaria, porque hasta allí me acompañaba la incógnita de sus párpados caídos. ¿De qué color serían sus ojos? ¿Por qué aquella actitud vencida, apagada, pero sin embargo llena de vitalidad, de aguante?
Y luego estaba aquel hombre. Siempre a su lado, siempre -me hierve la sangre al recordarlo- aprovechándose de su posición elevada para cortejarla, para acercarse a ella más de lo que yo había soñado nunca, y manchar su inmaculada mejilla con el roce de sus labios. Pronto, como había hecho con todo lo referente a aquella mujer misteriosa, mi mente se formó una historia de la posible relación entre los dos. Unos días, los imaginaba compañeros de trabajo, amigos, incluso parientes, y esas muestras de afecto entre ellos me parecían de lo más inocentes y lógicas, y el día se volvía pensativo y esperanzador. Pero otros días me imaginaba una de tantas historias que se repiten en tantos lugares, de mujeres que deben sufrir el acoso de sus superiores bajo la amenaza de un despido o quién sabe qué inmundas razones. Y créanme, entendía en esos momentos que se pueda desear la muerte de alguien.
Para distraerme de aquellos pensamientos, intenté fijarme en su vestido… Aquello fue peor. Se acentuaban las diferencias entre ellos… Él, como mandan los cánones, de cuadros, que daban una imagen de rectitud falsa, de solemnidad, de mando. Y ella, por el contrario, envuelta en hermosas formas circulares, coloridas, un estampado que le daba feminidad y un erotismo sutil que se completaba con su rostro etéreo y voluble.
Y me habló. ¡Sí, me habló un día, se lo juro! Pero no como hacen ustedes con sus amigos, con su mujer, con su perro… no, habló directamente en mi cabeza, sus frases nacían dentro de mí con una voz que no sabría decir si era femenina o de sirena, pero sus palabras no eran bellas, no eran cantos de amor como yo hubiese querido, sino un lamento dulce, casi inanimado, una llamada de auxilio ante la pasividad que la embargaba, la indefensión ante la vida que le había tocado vivir, y la vista del irremediable fin que le esperaba, agarrándose en un último esfuerzo con pies y manos ante el abismo que sabía ante sus pies y que pocos veíamos, pues ante una presencia tan hermosa nadie se imaginaba la tragedia que se cernía sobre ella. Y me sentí un privilegiado. Entre todas las personas que diariamente se paraban en aquel lugar, me había escogido a mí. ¡A mí! ¡Para contar su mayor secreto, para pedir ayuda, yo había sido el elegido!
Entonces, mientras su voz seguía hablándome, pude verla en su cárcel de flores, ante su abismo personal, entre sus sentimientos y su angustia, arrodillada ante una sumisión a veces placentera y a veces desoladora, y algo estalló en mi cabeza. Una mezcla de rabia, indefensión y arrojo desesperado me decidió a salir del cubículo móvil que era mi lugar de trabajo, mientras en mi interior me sentía como un cruzado en una última y desesperada batalla por su dama, con una energía tal que la gente se apartaba a mi paso sorprendida y asustada, lo que me permitió llegar sin novedad hasta el mostrador detrás del cual esperaba mi amor, todavía bajo el dominio de aquel hombre.
Hice lo que tenía que hacer… sacando la navaja que llevaba siempre en el bolsillo de mi pantalón, por si había alguna emergencia dentro del ascensor, la clavé con furia en el hueco entre los dos y con un movimiento de muñeca corté hacia abajo para separarlos, con cuidado de no herir a la mujer que me había hechizado de aquella manera, para lograr su ansiada libertad. Sentí incluso placer cuando la navaja cortó la mejilla de aquel desgraciado, y siguió su camino separando cuadros de círculos, dominio y dominación, hombre y mujer… Dejándolo a él tirado sobre el suelo del despacho, y preso de un paroxismo salvaje, la envolví y besé antes de cerrar mi mano protectora sobre ella, sin olvidarme de arrancar el nombre del autor del cuadro, pues no quería que hubiese otro nombre de hombre en su vida… y corrí, escaleras abajo, dejando a los atónitos visitantes dentro del ascensor sin saber qué había pasado, a salvo con mi amor para perdernos los dos lejos de aquél angustioso beso que Klimt había plasmado con toda su malignidad y concupiscencia.
Segismundo Fernández Tizón
Entiendo que Klimt levante esas pasiones. Solo espero que tu protagonista no pase sus vacaciones en el Museo del Prado y se obsesione con ciertas lindas damas velazqueñas. No creo que se lo perdonara en la vida.
Me ha encantado porque, además, el final no me lo esperaba.
Miles de besos.
sssshhhh que el ascensorista anda sueltooo!! esas meninas con sus vestidos… ese pintor autorretratado…ese perraco enorme que parece un pony con una mala tarde… hala, ya se va al Museo con su navaja…¿ves lo que has hecho? besosss guapa…y gracias!
Segis, no dejas de sorprenderme. Ahora con esta inspiracion basada en el cuadro de Klimt.
Inspirarse sobre una inspiración, y no sólamente eso, dar vida a una historia totalmente inesperada.
Me encanta cómo abordas nuevas historias, y en un registro en el que no estoy acostumbrada a leerte. No dejas de asombrarme gratamente.
Por cierto amigo, se acerca Navidad… Recibe todo mi cariño y mis mejores deseos para tí!!!
ya sabes, querida Ameli, que me gusta buscarle los cinco pies al gato (los tres se los encuentra cualquiera, deberían revisar ese refrán) y a veces soy yo el primer sorprendido por una historia cuando ésta se me revela de pronto… esos instantes hay que aprovecharlos. Me alegra que tú también te hayas sorprendido. ¡Un montón de buenos deseos para estas fechas!!
Nos llevas muy bien por la historia. Me ha gustado mucho como dibujas la «locura» de tu protagonista. Sí, pienso que la literatura te elige a ti para contar historias como esta.
A pesar de la historia manifiesta de locura y «peligro para el arte», eres un romántico. Atraído por mujeres imposibles, y por negros finales.
Enhorabuena, Segis. Un besazo.