El sonido de las manecillas del reloj aporrea mis oídos con un ritmo constante, y observo tumbado en la cama boca arriba las sombras que se dibujan en el techo por la tenue luz del flexo.
Son las tres de la madrugada y no logro dormir, por más que cierro los párpados e intento dejar la mente en blanco. Tengo calor cuando me cubro con la manta, en cambio el frío me cala hasta la médula si la aparto hacia un lado, a pesar del pijama de felpa. Es noviembre. La persiana está bajada, pero escucho algún coche que pasa por la calzada que hay bajo mi ventana. Lo demás es silencio, un aplastante silencio que me rodea y envuelve.
Pienso en Leonard. Tengo la sensación de que de un momento a otro saltará a mi lado y restregará su pequeño hocico en mi mano, buscando mis caricias y la comodidad de la cama.
Dormía conmigo. Ya no. Lo dejé en un callejón entre contenedores de basura hace un par de horas. Presentí que sus ojos ambarinos me taladraban la nuca mientras subía al coche. Imaginé su cabeza inclinada hacia un lado estudiando mis movimientos, sin entender qué pasaba. Cuando arranqué, con pesar, vi por el espejo retrovisor cómo me seguía una parte del camino.
Leonard llevaba cuatro años conmigo. No podía hacerme cargo de él, soy periodista y viajo mucho. María me lo regaló una Navidad. Sin embargo, cuando conoció a otro hombre en uno de sus vuelos habituales como azafata, se largó.
Ahora yo he abandonado a Leonard. Es un gato fuerte, sobrevivirá. Ese pensamiento me tranquiliza y por fin consigo alcanzar el sueño.
No obstante, al rato me despierto bañado en sudor; conservo la imagen del felino en mi cabeza. Me incorporo. Creo escuchar un maullido que proviene del salón. Con el corazón golpeando con fuerza contra mis costillas, salto de la cama y me aventuro por el pasillo hasta el salón. Presiono el interruptor, no hay luz. Seguramente las bombillas de la lámpara de bronce se han fundido. Pienso que soy un desastre. Al regresar a mi cuarto me sobresalto, porque bajo el quicio de la puerta está Leonard sentado sobre sus patas traseras, que me mira a los ojos meciendo la cola.
Me estremezco y retrocedo, a la vez que desde mi garganta seca susurro su nombre. Sus ojos amarillos son como clavos. Siento presión en la cabeza, parece que me va a estallar. Inconscientemente, intento dar otro paso hacia atrás. No puedo. Con asombro miro mis zapatillas marrones que están pegadas al suelo. Con un brusco movimiento del tobillo derecho hago otro intento de separar la suela de las baldosas. Imposible. Confuso e irritado intento sacar el pie de la zapatilla, pero tampoco lo consigo.
Leonard parece un espectro negro. Está allí. No entiendo cómo ha podido regresar. En segundos paso de la inquietud a la desesperación. El gato maúlla y un escalofrío recorre mi espina dorsal. Escucho mis latidos. Alrededor, silencio.
El gato mueve una pata con sigilo y luego la otra, se acerca con lentitud. Acorta la distancia entre nosotros. Tengo la impresión de que va a saltar sobre mí, que él es el cazador y yo la presa. El felino abre la boca y sus fauces dejan al descubierto dientes que parecen alfileres. Entonces siento dolor en el pecho y en el vientre. Me debilito. Me voy desplomando, mi carne desaparece entre la ropa, me desinflo con la misma facilidad que un globo. Cuando mi rostro llega cerca de su cara escucho un leve ronroneo y, ante mi estupefacción, mi cuerpo poco a poco va adquiriendo su estado normal. Puedo moverme. Examino mis manos y pies. Levanto el pijama para comprobar que mi carne sigue en su sitio. Y como un relámpago miro a Leonard, que se encuentra panza arriba. Me acerco con cautela y le rasco el cuello. Me ofrece su pata derecha. Lo tomo entre mis manos y lo abrazo como si acunara a un niño. De nuevo, estamos juntos.
Mercedes Tormo
Consigues mantenernos en tensión todo el tiempo. Yo nunca abandonaría a mi gato; pero creo que, de ahora en adelante, miraré sus ojos amarillos con algo de prevención.
Felicidades, Mercedes.
Poco a poco nos vas metiendo la tensión en el cuerpo. Además, con los gatos nunca se sabe. Y si tienen los ojos amarillos ya ni te cuento.
Muchos besos, Mercedes.
Muchas gracias por vuestras palabras.
Un abrazo!!