Me quemé con un café inocente que giraba apacible en su tazón, despidiendo en cada vuelta un hilillo de humo y aportando de ese modo unos grados más al calentamiento general del planeta.
Retiré de golpe la lengua y dejé que buscara el refugio de los dientes y del paladar. Mis ojos, acuosos por el efecto de la quemazón, se fijaron en una imagen borrosa que bailaba en el tiovivo del café impoluto, sin mancha de leche, porque lo suelo tomar negro y aguado.
Rompí el hielo humeante con un saludo a la cara que me observaba desde el tazón. Creo que dije ‘¿Qué tal?’ o algo por el estilo. ‘Mal’, me respondió y siguió su camino circular. ‘¿Por qué?’ quise saber y –como la abuela-lobo de Caperucita– me acerqué para escuchar mejor. ‘Ay, no me bebas todavía…’, me suplicó malinterpretando mi gesto. ‘¡Explícate!’ le exigí y esperé a que el líquido se enfriara un poco.
‘Soy de Colombia’, empezó a contar, ‘recuerdo ser fruto; la cosecha; el tostadero… No sé dónde estoy pero intuyo qué me pasará…’.
Tomé un sorbo notando que el café ya tenía temperatura para ser bebido. La imagen de la superficie se hizo algo más pequeña y nítida. Me agradaba mirarla, su cara redonda, los ojos suspicaces, la boca carnosa que volvió a abrirse:
`Nacer en el trópico, viajar, pasar por manos y máquinas… para acabar en una cueva oscura…´
El siguiente trago cortó sus delirios. Con cierto sadismo cogí la cucharilla y aceleré el vodevil cafetero. La cara –ahora de dimensiones muy reducidas– giraba y giraba como una peonza. Una lengua rosada asomó por la boquita.
‘Me estoy mareando, lo veo todo borroso…’
Acabé con su sufrimiento. Después intenté durante unos segundos leer en los escasos posos que quedaban en el fondo de la taza pero no encontré respuestas a las preguntas que me acosan día y noche, de modo que me vestí y fui al quiosco para consolarme con las noticias catastróficas de otros lugares.
Dorotea Fulde Benke