La Señora Tere estaba algo impedida. Por ello vivió su vejez entre los confines de un estrecho marco, innumerables veces pintado y repintado de blanco. Los codos y antebrazos apoyados con comodidad sobre un cojín con funda bordada por su madre, y aplastada su cintura perdida desde hacía años contra la pared, solía sacar por la mañana la cabeza a través de un ventanuco de la planta baja, y solo se quitaba de su puesto de observación para comer o trasladarse trabajosamente hasta el cuarto de baño. A última hora de la tarde, oscurecido ya el cielo, contaba las luces que podía ver, respiraba a fondo y se metía para dentro sin cerrar la ventana del todo. Siempre la dejaba entornada para escuchar mejor, y al más leve ruido se levantaba -por mucho esfuerzo que la costara- y ocupaba de nuevo su atalaya.
Sin embargo no tuvo muchas oportunidades de vigilar por las noches porque si durante el día el derrame de una botella de leche ya constituía una sensación en aquella callejuela del extrarradio con una tienda de ultramarinos enfrente y la obligada caja de ahorros en la esquina, una vez caída la tarde no pasaba absolutamente nada.
Hasta un día de verano en que explotaron los acontecimientos y hubo un desenlace fatal, previsible y totalmente innecesario… Un corredor de seguros de la vecindad, ludópata y bebedor, desesperado por la falta de liquidez que le impedía ingresar a su agencia unas cuotas cobradas y gastadas por su cuenta, atracó con moderada violencia la caja de ahorros de la esquina y se llevó una suma considerable sin llegar a ser excesiva. Cuando salió del banco, se fue calle abajo dando unos rodeos y paseó con aparente tranquilidad hasta entrar en su casa donde, entre nervioso y eufórico, contó a su mujer que finalmente había convertido sus planes en realidad. Ambos hurgaron con placer sensual en la bolsa de deporte que contenía el botín recreándose con el inconfundible crujido del papel de la casa de la moneda. Embriagados por las posibilidades que ahora les brindaba el futuro, olfatearon el recio perfume a tinta de gran reserva que emanaba de los azules, los marrones, los verdes y hasta de los morados que también había.
–¿Te vió la Tere?
La mujer había dejado de acariciar la libertad de su marido, la liquidación de la hipoteca, la mudanza a otra ciudad, un piso de categoría… Pálida y ojerosa fijó su vista en la cara igualmente descompuesta de su pareja.
-¡No miré para su ventana!
-Siempre está vigilando.
Guardaron el dinero en el armario del cuarto de estar y se arreglaron para salir. De todos modos, él se había cambiado al llegar a casa porque la puñalada que resultó inevitable para que la cajera soltase los ingresos del día, le había salpicado a él: nada aparatoso pero suficiente para resultar antiestético.
Enfilaron la calle desde el extremo opuesto a la caja de ahorros y avanzaron en dirección a la ventana de la Señora Tere. Él optó por pasar sin más; la mujer esbozó un saludo de conveniencia. Sin embargo, la vieja les echó una mirada penetrante y desapareció del ventanuco.
La pareja no se detuvo hasta llegar a su casa. Con la respiración casi cortada subieron la escalera; la mano temblorosa de ella apenas acertó con la llave. Cerraron por dentro y corrieron el pestillo.
-¡Lo sabe! -balbució él- ¿Cómo no nos saludaría?
La mujer se dejó caer sobre una silla del comedor.
-Te reconoció, -dijo con amargura, -¿te pusiste el pasamontañas?
-No quise llamar la atención por la calle, me pareció mejor así.
Ella estudió durante un instante la cara de su marido y se encogió de hombros.
-Nunca llamarías la atención, -dijo sin ánimo de ofender. –Siempre pasarás desapercibido, -añadió pensando que incluso a ella misma a veces le costaba trabajo acordarse si le había visto durante el día o no. –Aprovéchalo. ¡Vete!
El día del atraco empezó a declinar. Las sombras móviles se fundieron entre sí y desaparecieron. Al rato, sus hermanas estáticas se desengancharon de esquinas y farolas para decorar las aceras durante la noche. Pasada la diversión de las cintas de ‘No Pasar’, el pitido ensordecedor de la alarma del banco y los agudos de las sirenas de coches policía y ambulancias, el callejón gozaba de su rutinaria paz de suburbio.
La ventana de la Señora Tere -entornada, nunca cerrada- cedió en silencio a la mano del corredor de seguros metido a atracador de banco. Con su mediana estatura alcanzó sin problema el poyete y se deslizó adentro. La casa era pequeña: un minúsculo salón, el baño, la cocina y al fondo de un corto pasillo, otra puerta, semiabierta como el ventanuco.
Tapó la cabeza de pelo gris con la almohada de la segunda cama; cosió a puñaladas el bulto debajo del edredón desgastado; no hubo ruidos ni grandes pataleos. Fue el asesino mismo quien tiró de un codazo un retrato enmarcado que cayó al suelo rompiéndose el cristal; no quiso mirar la foto y salió precipitado del cuarto.
De madrugada se marcharon a las Alpujarras en su coche destartalado y sin llevarse más que una maleta, eso sí, llena de dinero. Desde siempre esa maleta había tenido el cierre algo defectuoso y, cuando el vehículo cayó a un barranco, no resistió el impacto. Se abrió y soltó una lluvia monetaria de corta duración pero muchos ceros. Cesó sin que nadie la viera: no había persona alguna por aquellos parajes, y ellos dos ya no abrieron los ojos.
El asesinato de la Señora Tere causó sensación entre los que la habían conocido, que tampoco eran tantos. Comentaron que la pobre nunca hizo daño a nadie… además estaba mala con una descomposición de vientre. Llevaba dos días sin aguantar más de unos minutos en su ventana y ni se había enterado del atraco a la caja de ahorros de la esquina.
Dorotea Fulde Benke
Excelente relato de los fascinantes Jueves. Ya comenté la entrada en su momento, pero repito los elogios aquí. Saludos