Me entero por su tercera y última exmujer. Enrique, uno de mis maestros en la vida, acaba de salir del hospital para ser devuelto a la residencia. Sus úlceras de estómago han vuelto a escupir sangre a chorros. Desde que dejó la bebida, no han parado de ingresarle. A veces parece como si las facturas del pasado llegaran todas juntas de golpe.
Diez años atrás, era un jugador profesional con una habilidad mágica en lo relativo a las carreras de caballos. Un alquimista que conseguía conectar en sueños con la mente de aquellos extraños animales, igual que los antiguos indios yaquis. Al comenzar la temporada, subía al hipódromo de Lasarte y, siempre que podía, se escapaba a Francia, el país de los grandes premios. Juntos traducíamos el París Turf y juntos analizábamos los partants, para después diseñar estrategias, complicadas como puzzles, disparando en la oscuridad mientras escuchábamos bebop. Más allá de las herramientas convencionales, inventamos métodos nuevos, cercanos al misticismo. Formamos el clásico tándem de viejo maestro y joven discípulo, pero, en realidad, él era infinitamente más joven que yo. Sí, Enrique ejerció en mí una influencia poderosa.
Aunque es filólogo, le importan tres cojones los círculos académicos y las universidades, detesta a los profesores que posan como artistas o visionarios cuando en realidad son muertos vivientes, y él siempre se ha considerado, incluso ahora, un vivo viviente. Lo que realmente le entusiasma, eso sí, es escribir pronósticos y análisis para revistas de apuestas. Pertenece a esa raza de personas que no ve ninguna gloria en la ambición por el trabajo ni en la constancia. A él siempre le ha gustado dar bandazos por la vida, apostar por él mismo, aunque eso le lleve directo a la bancarrota, confiar su supervivencia a su poder personal, viajar a lugares que no aparecen en los mapas, buscar un poco de fuego por el camino y, por supuesto, como siempre sentencia, follar más que el trompetista de Frank Sinatra. Esa es su singular filosofía de vida, y nunca ha cambiado. Desde hace dos años, vive confinado en un geriátrico y, como es natural, no lo lleva nada bien. Ha desarrollado el síndrome de Korsakoff , una rara enfermedad que le está robando la memoria, aunque algunos chispazos de ingenio permanecen intactos.
Así que visito la residencia con un poco de miedo. Nuestro último encuentro, hace muchos años, no fue demasiado bien. A primera vista, el edificio se parece bastante a las cárceles modernas, recubiertas con esos imponentes bloques de hormigón, que no inducen precisamente a la relajación. En el interior, las paredes son de un verde descansaojos, y están llenas de manchas y grietas con restos blancos del pintado anterior. Los ventanales están cubiertos por inmensas cortinas grises, bloqueando la entrada de luz natural.
El salón principal está lleno de silencio. Ni un ruido, nada. Los empleados parecen fantasmas que se desplazan sigilosamente sobre zuecos de colores. Aparecen y desaparecen en cuestión de segundos, cada uno a lo suyo, está claro. Y, en esta muerte de sonidos, cobran más protagonismo los viejos, que se animan a salir de las habitaciones, ardiendo y reptando por los pasillos, cruelmente encerados. Casi se puede ver el abatimiento en el aire, que los arrastra como unas bragas por el desagüe. Almas inermes que parecen estar agotadas, pero no totalmente derrotadas, aún no. Son buena cosecha y se agarran con todas sus uñas a la vida; a pesar de las dificultades, se pegan a este mundo como lapas, apretando los dientes, ya con las fuerzas justas y con dolores de sobra, qué mal lo pasan.
Su único anhelo, a veces, es hablar con alguien que verdaderamente los entienda. Y la mayoría de esas veces no aparece ese alguien. Y así pasan las horas, lentas, muy lentas, viendo documentales de animales, jugando al cinquillo, echándose la siesta, metiéndose en la piscina, otra partida, comida, paseo por el jardín, otra siesta, un poco de gimnasia, una visita de los nietos, más comida, y así le van dando tiempo al tiempo.
Pero tanta monotonía no parece perturbarlos; dentro del aislamiento sienten la paz, y la paz, por otra parte, nunca ha lastimado a nadie. El sufrimiento permanece escondido, los pensamientos de vanidad se evaporan entre los olores de creolina y alcohol. El corazón palpita más lento, la sangre se licúa, la cabeza razona un poco mejor, la gente se vuelve buena y amistosa, o todo lo contrario.
Le espero en medio de la sala, clavado en un sillón de plástico gastado. Me siento viejo, como contagiado por la atmósfera opresiva del lugar. Fuera, como presintiendo la llegada del mago, el viento golpea los cristales en continuos ataques, produciendo un ruido similar al de un tambor tocado por un loco.
Por fin le veo llegar, muy cambiado. No parece él. La piel de la cara se la ha endurecido tanto como la espalda de un cocodrilo. Las bolsas de los ojos no han parado de crecer, y además, detecto cierto derrotismo en su mirada que, afortunadamente, se desvanece cuando me ve.
—Cuánto te he echado de menos, oh, Cristo… —dice apagadamente mientras me agarra por el cuello—. ¿Sabes que me han tenido dos días atado con correas? Mira —me enseña las muñecas, pero no le veo ninguna marca.
—¿Por qué te ataron? ¿Hiciste algo?
—Sí, pegué al enfermero.
—¿Has golpeado al enfermero, Enrique?
—Sí, solo una vez, pero bien dada.
—Ay, Dios…
—En realidad no le agredí. Sólo le di un golpe en el brazo para llamar su atención. Me estaba haciendo daño, y la adrenalina me subió por las nubes.
—No estás tomando la medicación, ¿verdad?
—No me jodas, mi santa madre se destrozó el cerebro con pastillas que se suponía que la hacían dormir.
Sus labios apenas se mueven al hablar, y las palabras le caen por las comisuras de la boca.
—Pero a ti te hacen bien.
—No, no quiero enderezar los hilos de mi cabeza, me siento bien así, sin medicar, como Artaud o Van Gogh.
—Me ha dicho Teresa que sangraste mucho pero te recuperaste rápido, sigues siendo un tío con suerte.
—Sí, no entiendo cómo podemos tener tanta cantidad de sangre en el cuerpo, me salía por todas partes, las sábanas se empaparon de ese horrible color púrpura. Ahora siento que tengo una vida extra. Pero eso no importa ahora, quiero que me escuches, te pido un minuto de atención, voy a pronunciar unas palabras, son muy importantes… Palabras aparentemente inofensivas que, unidas casualmente entre sí, podrían significar algo… Pero a simple vista no tienen…
En ese momento pasa una empleada, auxiliar seguramente, interrumpiendo la concentración. Es guapa, muy guapa, los rasgos de su cara transmiten un toque exótico que juega mucho a su favor y, para colmo, lleva la bata con mucha gracia. Aquella visión nos desequilibra un poco y Enrique pierde el hilo de la conversación, dejándome con la curiosidad.
—Si te acercas a la ventana, alguien puede tirarte un beso —le dice mientras la mira entusiasmado.
Ella, por supuesto, no le hace el mínimo caso, pero yo le sonrío y le guiño un ojo para hacerle saber que su broma me parece muy ingeniosa.
—¿Qué es eso tan importante que tienes para contarme? —le pregunto.
—Es un conocimiento sincrético que quiero revelarte. Zoroastro lo sabía, y también el rey Salomón, y hoy día permanece oculto en pocas, poquísimas logias… Y antes de que te vayas hoy, quiero concederte esa gracia y descubrírtelo. Te iniciaré más tarde, cuando nos quedemos solos, y te será muy útil… Ahora no quiero que nos oiga la enfermera… Últimamente he pensado en mi vida… He pensado mucho sin llegar a ninguna conclusión…
—Por qué pensar en conclusiones, no las necesitas, sólo traen confusión, céntrate en las abuelas, algunas no están nada mal.
—Sí, me las llevo a la piscina y allí me pego cada fiesta del carajo —se ríe débilmente.
—Vaya, sigues siendo un tipo de lo más apasionado.
—¿Alguna vez, inmediatamente después de acostarte con una chica, has deseado continuar abrazado a ella en lugar de echarte a un lado?
—Sí, claro.
—Pues si la abrazas de verdad, y no por compromiso, ese es el verdadero amor.
—¿De qué se trata ese secreto que necesito saber?
No me contesta, permanece inmóvil y su mirada se pierde. Tengo que tocarle la mano para que reaccione.
—Estoy jodido, aquí me falta espacio y me siento separado de la vida. Es como si fuera invisible.
—No eres invisible, yo estoy aquí y puedo verte. Relátame ahora ese saber antiguo, me tienes en vilo…
De repente me sorprende levantándose y saliendo hacia la entrada del edificio con una energía imparable. Salgo tras él, un enfermero nos mira, preocupado.
—¿Adónde vas? — le sujeto del brazo con fuerza, pero no soy capaz de retenerle.
—Al hipódromo, al casino, a las casas de putas, a beber ríos de vino…
—Vamos, Enrique —le intento calmar—. Estás convaleciente, no seas cabronazo y siéntate conmigo.
—No puedo soportarlo más. Deja, suéltame.
Enseguida parece serenarse, y su tono pierde la agresividad inicial. De pronto, rompe a llorar, apoyándose en mí. Yo también lloro, y nos abrazamos. Temerosos y cobardes, así somos Enrique y yo. Luego me da las gracias una docena de veces, se encoge de hombros y nos volvemos a sentar. Es evidente que en algunos momentos hay choques internos que le dominan, y luego recupera la mente de forma súbita. Si tu corazón quiere una cosa y tu cabeza otra, mal asunto.
—Dime, Enrique, ese conocimiento oculto del que hablabas, sácalo, no te lo guardes para ti…
—Sí, escúchame… Porque lo que voy a decirte abrirá muchos secretos ante tus ojos . Y tendrás una vida nueva, y no existirá una sensación igual. Ese poder no querrás cambiarlo por nada en el mundo. El conocimiento que conoce todo el mundo no es conocimiento, pero este lo conocen muy pocos hombres. Hace unos 330 años, en un pueblo al norte de…
Me suena el móvil, ni siquiera miro quién llama, lo silencio directamente.
Deja de hablar, visiblemente enfadado. Su voz degenera en un murmullo, y sus palabras se vuelven incoherentes.
—Ven otro día a verme, hoy no me encuentro bien…
Se lo llevan a dormir.
David Martínez Garrido
La vida, al final, se ríe de nosotros, nos gasta esta cruel broma de la decrepitud y de la desmemoria.
Un texto hermoso y duro, David, tratado con dulzura y sencillez.
Escribes muy bien, David. Tanto que hasta parece bello algo tan duro como es la vejez y lo que conlleva: decadencia y desmemoria.
Dura como bellísima esta historia. También creo, al igual que Carmen, que escribes muy, muy bien.
Felicidades. Un abrazo.
La desmemoria debe ser como una bálsamo para resistir la decrepitud, algo que nos proporciona la naturaleza para soportarla con cierta dignidad. Eso quiero pensar.
Enhorabuena
Gracias a todas por leer y comentar, me siento muy honrado por vuestras palabras. Creo que Luisa tiene razón y muchas veces la desmemoria resulta balsámica.
Abrazos!