La fina ebanistería. Por Manuel de Mágina

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Tiempo que no cruzaba por aquel pasaje. Tenía una curva, con un rincón oscuro. Me los encontré allí y los reconocí enseguida. He de admitir que me deshice de ellos no de la mejor manera sino de la que pude: entregándolos a la competencia. La competencia tenía nombre de blandura celestial: “EL ENSUEÑO”, pero estaba regida por el tipo más pétreo e insensible que al mundo hubiera venido: Pepe San Incensario, Calamia. Calamia era un tipo despreciable, y su mujer también. Gente huera dedicada no al comercio sino a la usura. Ellos, en su interior, no tendrían vísceras ni alma sino una caja de caudales. Metálica, por supuesto. Los pobres diablos que entraban a su tienda se podían morir esperando que les hicieran un descuento. Algunas —algunos— no podían pagar lo que pedían por los géneros y salían visiblemente afectados. Se iban yendo entreparándose a mirar la prenda que se quedaba al otro lado de los cristales. Decenas de años practicando el saqueo del personal, el limpiado de bolsillos, el desplume. Pero eso solo sucedió hasta que yo abrí enfrente. Entonces el negocio se les puso un poco más cuesta arriba. Calamia quería fusilarme con aquella mirada, aunque la fingiera impasible, cada vez que me asomaba a la puerta sonriendo, palmeando en la espalda de un cliente agradecido. Este con la bolsa característica de mi establecimiento, su prenda y el tique. Con el correspondiente descuento, por supuesto. Luego volvía a bajar la vista a su cuaderno de operaciones matemáticas y le albeaba la calva.
Yo recuerdo depositar mis apreciados Gundine en los estantes de esos muebles, cada uno con su preciosa etiqueta negra y la pistola a cuadros rojos y blancos. Guardarlos, sacarlos de allí; venderlos, reponerlos. Desalojar todo el género y limpiarlos en los cambios de temporada. Antes, cuando viajé con el furgón a aquel polígono industrial de una ciudad vecina para hacerme con ellos. Escogí un lugar de fina ebanistería con ese propósito. Eso era lo que más me importaba: que fuera buena, y pagaría lo que hubiera que pagar. No implicaba conformarme con el primer precio, por supuesto. Debo decir que el lugar no le hacía justicia a la fina ebanistería. Que podía darse en aquel lugar, no decía que no, pero no le hacía justicia. Tampoco los empleados. Más que finos ebanistas parecían verduleros comerciando nabos al por mayor. No obstante, los elegí. Dije: este y esta. Quiero estos. A ver cuánto me vais a poner por ellos.
Calamia es que era un tipo sin entrañas, ya lo he dicho. Y su mujer también. Su mujer tenía la sonrisa más falsa que un billete de tres euros. Y a poner el gesto agrio no había quien la ganara. Ni que tomara vinagre en el desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena. Pero a ver… Las cosas no me fueron bien a pesar de que vendí mucho. Es decir, lo vendía todo. Los bancos, los bancos. Y el alquiler. Y la luz. De los impuestos para qué hablar. ¿Y a quién podía traspasar en aquellas circunstancias?
El caso es que los reconocí enseguida. Estaban allí, en el rincón oscuro, esperando a que el día siguiente pasara el camión del reciclado. El armario seguía tan prepotente, arrogante; como si no le diera importancia a su situación, como si aquello no fuera con él. Pero ella… Ella tan dulce. Y estaba cojita. Le faltaba una pata. Aún así sonreía, como siempre. Se mostraba tan alegre. La toqué. Casi se me deshizo en las manos. El contrachapado le andaba suelto, una balda descolgada de los soportes. El armario la miraba y se estaría diciendo para sí mismo: si es que eres un desastre, hija mía. Desde que te hicieron, no lo puedes evitar. Y yo habría de darle algo de razón al armario, porque desde el principio la noté un poco defectuosa. Pero era tan, tan alegre, tan agradecida, tan trabajadora, que nunca habría encontrado una estantería mejor que ella. Eso a pesar de que Calamia era un miserable joputa que nada más verla la despreció por desvencijada, que yo le hubiera dado en aquel mismo momento una soberana colección de mamporros en aquella cara suya sucia, ¡puerca!, ¡apestosa!, ¡odiosa! Pero, ¡ay¡, le dije: van con el lote. Si quieres los Gundine…, ya sabes. Se ve que esta temporada ha agotado los Gundine. Calamia es que es un cabronazo. Paciencia no le falta para serlo. Y a su mujer tampoco.
Me sorprendió aquel llanto. La enderecé. Le puse bien la balda pero, al estar rotos los soportes, se volvió a caer. Yo ya no podía hacer nada por ellos. Me fui.

Manuel de Mágina

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2 comentarios:

  1. Elena Marqués

    Nadie como tú para contar la historia de seres «inanimados» y darles vida y una historia.
    Excelente trabajo de ebanistería lingüística.

  2. Manuel de Mágina

    En el taller hay una maestra. Es un prodigio con el escoplo, el formón, la gubia, la escofina.

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