La tele de mi padre
A mi padre siempre se le dieron bien las manualidades. De niño le vi construir los objetos más inverosímiles con papel, su material predilecto. Siendo yo adolescente se presentó a un concurso de papiroflexia. La mayoría de los participantes lo hicieron con creaciones de corte clásico: pajaritas, barcos, animales, casitas y cosas así. Él, en cambio, fabricó a la vista de todos con papel de estraza un televisor portátil de los de la época, con su asa de transporte, dos alambres clavados sobre el techo en forma de V a modo de antena y, para los mandos, botones viejos de chaqueta pegados con Imedio.
Ganó de carrerilla.
Después de fallecer les pedí a mis hermanos que, de entre los efectos personales de nuestro padre, me permitieran quedarme con el televisor de papel premiado, por entonces ya bastante marchito. Lo coloqué en el salón de casa, junto a la moderna pantalla de plasma de cincuenta pulgadas y no sé cuantísimos canales que vampiriza a toda mi familia después de cenar. Yo me siento con ellos en el mismo tresillo, pero algo escorado hacia el televisor de papel pardo, con lo que, inmerso en mi particular velada, acabo inhibiéndome del chisme de plasma.
Al fondo de la pantalla que no tiene soy capaz de distinguir con toda nitidez (y disfrutar) países lejanos, seguir a hombres y mujeres de vidas excepcionales, protagonistas de historias sugestivas y vibrantes. Una noche cabalgo por Etiopía, China o las Montañas Rocosas junto a Marco Polo o Miguel Strogoff, y a la noche siguiente desciendo a las oscuras simas del Pacífico en el Nautilus del capitán Nemo. En otras me siento frente a Bogart a jugar al póquer en un café sembrado de rufianes, bailo con la baronesa Karen Blixen durante una fiesta de Año Nuevo en Kenia, busco por los bajos fondos a un asesino oliendo el tabaco de pipa de Sherlock Holmes o navego a sotavento en el galeón de Barbarroja.
Cuando advierto que no consigo concentrarme, me acerco al aparato y trasteo con cuidado los botones de chaqueta hasta que recupero la sintonía. Y, a menudo, intercalo alguna cabezadita para fermentar las imágenes en mi cerebro y destilar otras nuevas.
Al principio mi mujer no me tomó en serio pese a mis argumentos. Que por mucho que lo intentara no me serviría de inspiración para escribir algo importante (no lo he contado aún porque no hacía falta, pero soy novelista). Aunque al final ha tenido que darme la razón; gozamos de una holgada posición económica gracias a las cuantiosas ventas de mis libros, alabados por sus hallazgos creativos y mis brillantes dotes para la ficción.
Ahora ya nadie en casa cuestiona la rentabilidad de la tele de papel para mi oficio. Hasta tal punto que, cuando alguna noche me quedo más traspuesto de la cuenta en el sofá, siempre hay uno de mis hijos que me da un codazo y señalando la pantalla de pega me avisa: «papá, despierta, que me parece que “te empiezan” una peli cojonuda.»
Rafael Borrás Aviñó
Colaborador de Canal Literatura en la sección «Desde mi sillín«
Me ha encantado, de verdad. Yo quiero una de esas para dejar de vampirizarme con la otra.
Bienvenido
Brisne, aquí tu vecino de página. En adelante voy a ser uno más de tus lectores y espero que también uno más de tus amigos.
Gracias por tus palabras.