Los niños perdidos. Por José María Araus

           Cuando el mago pidió que alguien del público subiera para ayudarle en su  número, el pequeño Martín,  de ocho años, se presentó voluntario. Después de un ceremonioso recibimiento por parte del artista y los aplausos de la gente, el prestidigitador lo metió bajo una capa, y tras unos grandes aspavientos y palabras extrañas, lo hizo desaparecer.

            Martín se encontró volando sobre un desierto, y poco a poco fue bajando a tierra. Sentado en una roca estaba desconsolado, pensando cómo volver, cuando oyó un ruido a su espalda. Un niño rubio  con el  pelo revuelto estaba allí mirándolo, a su lado había un cordero.

―Hola, ¿Tú quién eres? —dijo el niño desconocido.

―Soy Martín. Un mago me hizo desaparecer debajo de su capa y  ahora estoy perdido. ¿Y tú?

 ―Soy el cuidador de este planeta y estoy buscando una planta para que coma mi cordero.

―  ¿Sabes cómo puedo volver a mi casa?

―Lo mejor en estos casos es llamar a Simbad el marino. Pero tendrás que llamarle muy fuerte.

Martín gritó con todas sus fuerzas, y a lo lejos en el cielo apareció un punto que se fue agrandando. Era Simbad que venía volando en su alfombra mágica, y en un momento aterrizó a su lado.

Martín se volvió para despedirse del niño y del cordero, pero estos habían desaparecido.

―Sube a mi alfombra voladora ―dijo Simbad― y dime adonde quieres que te lleve.

―Quiero volver al teatro donde el mago me hizo desaparecer.

―Te llevaré allí, pero antes tendremos que hacer una buena acción. Debemos salvar a otro niño que esté perdido. ¿Conoces a alguno?

―Iremos a salvar a todos los niños perdidos de los cuentos. Empezaremos por Alicia.

― ¡Que le corten la cabeza! ―gritó la reina de corazones, señalando a Alicia. Cuando las picas iban a hacerlo, apareció en el cielo la alfombra, con los dos niños sobre ella. En un vuelo rasante, Martín agarró de la mano a Alicia y se la llevó, dejando a la reina de corazones con un palmo de narices.

― ¡Oh!, ―dijo Alicia cayendo sentada en la alfombra. ― ¿Quienes sois vosotros?

―Somos los salvadores de los niños perdidos, y te vamos a llevar a tu casa, pero antes debemos darnos prisa, a Garbancito está a punto de comérselo el buey.

Efectivamente debajo de la col estaba Garbancito con su centimito de azafrán en la mano, mientras el buey se acercaba lentamente para comerse la hortaliza. Con un fuerte frenazo, se posaron al lado de la planta y Garbancito subió junto a los otros niños.

―Ahora volveremos a casa, pero antes haremos otra cosa. Alicia ¿tienes un poco de  la seta en la que ponía  “Cómeme”?

― ¡Oh, sí, creo que tengo un poco!

―Dale un trozo a Garbancito, ―dijo Martín

Garbancito comió un trocito que le dio Alicia y empezó a crecer, hasta hacerse del tamaño de un niño normal.

― ¡Qué bien! ―dijo Garbancito. Ya no me podrá comer el buey. Luego llevaron al niño hasta su casa, y sus padres tuvieron una gran alegría.

―Adiós Martín, adiós Simbad, adiós Alicia ―gritaba Garbancito mientras ellos se alejaban.

―Ahora vayamos por encima de las nubes, tenemos que salvar a Juan el de la habichuela mágica, el ogro ya tiene que estar a punto de atraparlo ―. Así era, a lo lejos vieron a Juan que arrastraba el tesoro del gigante y a éste que lo seguía a poca distancia, sin duda lo iba a pillar.

Al llegar al lado del niño, Martín lo mandó subir. Juan, agarrando un saco, dejó el resto del tesoro, se encaramó en la alfombra, ésta salió volando, y el feroz ogro quedó burlado. Juan agradecido abrió el saco y les dijo que cogieran lo que quisieran. Martín vio dos espejos con una etiqueta en cada uno de ellos. En una ponía “Espejo sincero” y en la otra “Espejo mentiroso”.

Él tomó los espejos y una bolsa con monedas, y Alicia, un precioso libro titulado “La historia interminable”.

Se dirigieron a tierra y dejaron a Alicia en un prado donde se encontraba su hermana buscándola, y después llevaron a Juan a su casa. Juan bajó de la alfombra y entonces Martín le pidió unas habichuelas mágicas de su planta y le dijo que la cortara antes de que el ogro descendiera por ella.  Juan agradecido, se las dio, tomó un hacha y cortó la planta. Luego, con su saco al hombro, entró en su casa. Allí sus padres se llevaron una gran alegría al verle. Entretanto Simbad y Martín  continuaron su vuelo. Les pareció que llevaban muchas horas volando cuando a lo lejos vieron un castillo y un bosque. En un claro del arbolado, vieron una casita cuya entrada barría una preciosa niña.

―Bajemos ―dijo Martín.

La alfombra se posó junto a la muchacha, la cual se asustó mucho.

― ¿Quiénes sois? ―preguntó.

―No te asustes niña, somos Simbad y Martín, estamos buscando a los niños perdidos, para devolverlos a su casa.

― ¡Oh, no! Dijo la niña. ―Yo soy Blancanieves y mi madrastra me quiere matar porque su espejo le dice que yo soy más hermosa que ella.

―No temas dijo Martín, tu madrastra ha roto su espejo y se dirige hacia aquí disfrazada de anciana. ―Juan sacó el espejo mentiroso y se lo dio a Blancanieves. Cuando llegue regálale este espejo mágico y dile que quieres volver al castillo. Tu padre ha vuelto y te llevará con él, y la reina se quedará sola para siempre.

―Gracias amigos ―dijo Blancanieves mientras ellos comenzaban a volar de nuevo. Luego salvaron a Hansel y Gretel. Recogieron a Pulgarcito y sus hermanos en el bosque, y a Caperucita antes de que la comiera el lobo.

―Vamos, vamos. ―dijo Simbad. ― se está haciendo de noche y la alfombra mágica pierde fuerza. Necesita dormir.

Martín llevó a Caperucita a su casa, repartió las monedas y las habichuelas con Pulgarcito, Hansel y Gretel y los devolvió a sus padres. A Simbad le regaló el “espejo sincero”.

 La alfombra perdía altura rápidamente.

―Deprisa, deprisa. Al teatro, ― dijo Simbad.

En el escenario, el mago miraba y miraba debajo de la capa con disimulo, y veía asustado que el pequeño Martín había desaparecido de verdad. Y hablaba y hablaba, tratando de entretener al público mientras buscaba una solución, y sudaba y sudaba, porque no la encontraba por ninguna parte. De pronto vio a Martín debajo de la capa y sonrió  de oreja a oreja. Al aparecer Martín, había desaparecido su problema. Y mirando al público, con una gran sonrisa, apartó la capa mientras gritaba: Tachááán.

 

José María Araus

2 comentarios:

  1. Dolores Moya Gómez

    Un cuento para disfrutar leyendo a cualquier edad, ¡me lo he pasado pipa! Gracias por compartirlo. 🙂

  2. La literatura infantil es más difícil de lo que parece. Este cuento, original en su concepción y con personajes de cuentos de toda la vida, está primorosamente estructurado y pulido. Estupendo, José María.

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