Todos los días la misma rutina. A las 7:30 sonaba el despertador y yo sólo me limitaba a encadenar secuencias programadas como un autómata: encender la cafetera, meterme en la ducha, vestirme, preparar una taza de café, bebérmela mientras lleno mi bolsa con el papeleo del trabajo y un termo del café sobrante… Y todo eso para poder estar a las 8 en punto en la parada del autobús urbano que me dejaba a un par de manzanas de la oficina. Podía ir en coche, lo sé, aunque si lo hubiera hecho no habría contribuido a reducir la emisión de gases a la atmósfera, mi paciencia se habría hecho añicos buscando a diario una plaza de aparcamiento, habría tenido un gasto extra mensual sólo en gasolina, y…, lo más importante, no habría podido verla cada día, oler su perfume… escuchar su voz…
Sí, ella era la razón por la que no remoloneaba en la cama, por la que media hora de mis días hacía que las veintitrés y media restantes merecieran la pena, por la que los fines de semana se hacían eternos y las semanas cortas. Y por la que, no puedo negarlo, me sentía un cobarde que día tras día fracasaba en su propósito de acercarse un poquito más a ella.
Todo empezó hace un año, cuando se me estropeó el coche. Un Ford Fiesta que tenía ya más de trece años pero que nunca me había dado problemas. Era ese primer coche que compras de segunda mano recién sacado el carnet de conducir y del que, a pesar de parecer más apto para cerillas que para personas, te cuesta tanto deshacerte por la cantidad de recuerdos que contiene: primeras vacaciones motorizadas con los colegas… lágrimas, risas y besos en el asiento del copiloto… el mejor escondite de un paquete de Marlboro cuando tus padres aún ni sospechan que has sucumbido al malsano vicio… En definitiva, había sido el estandarte del paso de la adolescencia a la juventud, y todavía hoy seguía aportando chispa a mi vida: ¡era el único rincón en el que podía escuchar mis cassettes de El último de la fila!
No, nunca me había dado problemas pero ahora parecía presentarlos todos juntos y tenía para más un mes en el taller. Así que, no me quedó más remedio que sacarme el abono transporte y empezar a vivir en carne propia en qué consistía ser usuario de la red municipal. Y así, desanimado por el fastidio que este imprevisto me suponía, me arrastré hacia la parada del autobús y… la vi. No la busqué, ni siquiera estudié con curiosidad por matar el tiempo a las personas que, como yo, se encontraban de pie a la espera de la línea adecuada; pero ella se acercó, me preguntó la hora, alcé la vista y… me desarmó. Sus ojos claros y chispeantes me hipnotizaron, su brillante y rizado pelo cobrizo me cegó, su aroma me embriagó, y sin saber muy bien cómo ni porqué me vi anhelando contar las pecas de su rostro y tocar sus labios con las yemas de mis dedos. Le respondí de la forma más natural que mi inesperado estado de nervios me permitió, y una vez que se mostró agradecida con una gran sonrisa y se alejó, me pregunté qué demonios me había pasado, ¿cómo podía haberme convertido en tan sólo cinco minutos en uno de esos protagonistas de los bodrios románticos que le gustan a mi hermana? ¿De verdad existían las malditas mariposas en el estómago? No, no, debía reducir mi dosis de cafeína sólo eso. Pero… ¿qué le pasaba a mi cabeza? ¿Por qué no dejaban de asaltarme pensamientos propios del culebrón de las cuatro?
Fuera lo que fuera, no me abandonó, pero yo tampoco quería que lo hiciera. Me hacía sentir… pleno. Aunque, claro está, no compartí este nuevo estado con ninguno de mis amigos. ¿Os imagináis a cuatro tíos escuchando lo feliz que me encontraba por haberme colgado de una chica que veía a diario en la parada del autobús? Hombre, tal vez Estela, mi mejor amiga desde el instituto me entendiera mejor que ellos, puede que a ella si se lo contara. Pero, ¿por qué pensaba que una mujer iba a entenderme mejor? Me hervía la cabeza y me ardía el cuerpo.
Todos los días llegaba puntual a la parada. A pesar de no haber vuelto a hablar con ella y de no saber siquiera su nombre, nos sonreíamos. Yo por pura necesidad, ella supongo que por hacerme ver que me recordaba. Ese contacto fugaz me aceleraba el pulso y desbocaba mi imaginación. Cogíamos la misma línea, y aunque ella se apeaba antes, el trayecto hasta su destino era el mejor comienzo del día que podía tener.
Mi coche por fin salió del taller y volvió a mi garaje. Y allí se quedó. De repente y sin buscarlas, había encontrado todas las ventajas de usar menos el coche, o al menos eso le decía a todo el mundo. Aunque, más que ventajas había una única e ineludible razón: ella. No podía dejar de coger el autobús antes de descubrir su nombre, de hacerle saber mi interés por conocerla… por tal vez quedar en algún momento para charlar… por… besarla. Pero toda la determinación que atesoraba a lo largo del día se esfumaba a las ocho en punto de la mañana cuándo volvía a verla de nuevo.
Un día, de repente, cansado de sentirme un estúpido como nunca antes me había sentido, decidí dar el paso de una vez por todas porque… ¿cuánto tiempo más podía alargar esta chiquillada? La semana anterior, o mi deseo de que así fuera me estaba cegando, o ella parecía mostrar también cierto interés en mí: me observaba más de lo habitual, se colocaba a mi lado en la fila que ordenadamente formábamos los pasajeros, me saludaba verbalmente… Parecía sentir la misma placidez con mi presencia que yo sentía con la suya. No sé, algo parecía estar cambiando o tal vez… ¿progresando? Y debía aprovechar la oportunidad.
Así que, un martes cualquiera me levanté pleno de seguridad, lleno de esperanza, y con el convencimiento de que ese día era el día. A las 7:30 salté de la cama, encendí la cafetera, me metí en la ducha, me vestí, y me preparé una taza de café que acabó viajando por el desagüe del fregadero, pues mi estómago estaba demasiado agitado para tolerar nada. Luego, sin pararme a revisar si mi bolsa contenía todo lo necesario para pasar el día, cerré la puerta de casa y, demasiado ansioso para esperar por el ascensor, baje de dos en dos los escalones de los cinco pisos que me separaban de la calle.
Pero cuando llegué a la parada ella… no estaba. Esperé con ansiedad creciente, y ella… no llegaba, apareció el autobús que cogíamos a diario y yo me subí pero ella… no lo hizo. ¿Dónde estaba? ¿Qué podría haberle pasado? Me sentía aturdido, disgustado y preocupado; pero, rápidamente para no perder la seguridad de la que había logrado hacer acopio durante los últimos días, pensé: «Vamos Carlos, ¿es que ahora una persona nunca puede dormirse y llegar tarde al trabajo? Mañana tendrás tu oportunidad».
Sin embargo, no hubo mañana porque ella tampoco apareció, ni pasado mañana, ni la semana siguiente… Parecía que se la hubiera tragado la tierra y deseaba que hubiera hecho lo mismo conmigo.
Pasaron seis meses sin que supiera nada de ella. Seis meses en los que me convertí en un muerto viviente. Al principio albergaba esperanza de volver a verla: «la gente normal se va de vacaciones, o viaja por trabajo, o tiene que mudarse temporalmente de barrio…». Sí, “temporalmente”, era incapaz de asumir que se tratara de un traslado permanente; no, no podía aceptarlo de ninguna manera.
Pero poco a poco mi ilusión se fue apagando, había pasado demasiado tiempo, no sabía el motivo pero comenzaba a estar seguro de que no volvería a verla. Aún así, era incapaz de volver a coger mi coche y dejar de aparecer por la parada del autobús cada día porque, ¿y si regresaba y no me encontraba allí?
Estuve tan mal que no me quedó más remedio que confesarle a Estela lo que estaba ocurriendo. Su preocupación por mí, y la de todos mis amigos, fue creciendo de tal manera que o les contaba la razón por la que había dejado de ser “yo” o se volverían locos de preocupación. A ellos les ahorré los detalles más íntimos pero a Estela no, y ella comprendió que, aunque resultara increíble que una completa desconocida despertara en mí semejantes sentimientos, había ocurrido: lo que sentía por esa chica era mucho más que un simple capricho. Pero a pesar de ello, Estela creía que era el momento de empezar a recomponer mis pedazos:
─Carlos, debes barajar la idea de que tal vez no vuelvas a verla, y de que no puedes continuar así ─me dijo una tarde con los ojos llenos de preocupación.
Yo sabía que ella tenía razón, aunque me parecía imposible que pudiera llegar a ser capaz de enterrar mis sentimientos y seguir adelante sabiendo que ya no existía posibilidad de nada. No había explicación lógica para lo que sentía, o al menos yo me había negado a aceptar el romántico alegato de amor a primera vista, pero era lo que había.
Durante las semanas siguientes a mi confesión, Estela se esforzó al máximo por distraerme, ofrecerme nuevas ilusiones, reincorporarme a la vida social, ¡hacerme sonreír de nuevo! Y parecía que poco a poco estaba consiguiendo salir de la cárcel de angustia en la que me encontraba preso. Sí, poco a poco las piezas del puzzle de mi vida parecían comenzar a encajar de nuevo, aunque yo no estaba seguro de que no hubiera extraviado alguna dejándolo por siempre incompleto. Sí, me sentía mucho mejor, pero aún así, no dejé de acudir a la parada. Estela había conseguido anestesiar el dolor pero… extirparlo no iba a resultar tan sencillo.
Y entonces sucedió lo inesperado. Una mañana de las muchas mañanas en las que esperaba mi línea la vi. ¡Sí, la vi! En un primer momento dudé, ¿era ella?, estaba tan cambiada… Pero sus ojos y sus pecas no dejaban lugar a dudas: lo era.
Se acercó despacio, estaba bastante más delgada y llevaba un pañuelo en la cabeza que disimulaba el hecho de que no quedaba apenas rastro de su melena cobriza. Había palidecido y parecía tan… frágil. La chispa de sus ojos se había apagado, ahora sólo podía leer en ellos cansancio e incertidumbre. Sí, estaba cambiada, pero en mi opinión igual de hermosa. No se atrevía a mirarme. Escondía su cara y no dejaba de juguetear con el abono en las manos. Parecía avergonzada, como si no quedara nada de la seguridad en si misma que antaño proyectaba.
Sólo con mirarla lo comprendí todo y desee abrazarla más que nunca. Entonces, supe que Estela tenía razón, que mis sentimientos iban mucho más lejos que un simple capricho. Entonces, sentí con más fuerza que nunca el dolor que supuso su pérdida y mis deseos de no volver a perderla nunca. Entonces, no tenía dudas de que algo más allá de lo racional me había atado a ella en lo bueno y en lo malo, y me daba igual llamarlo amor a primera vista o como quiera que cualquiera quisiera llamarlo. Entonces, tenía claro que nuestro camino no iba a ser fácil pero quería recorrerlo con ella. Entonces, sólo entonces, con una calma que nunca antes había sentido en su presencia, me acerqué a ella y la abracé con todas mis fuerzas.
La resguardé junto a mi pecho y ella se acomodó sin reparo. Cerré los ojos y cómo si pudiera leer su mente, montones de imágenes acerca de sus meses de ausencia asaltaron mi cabeza, y la emoción me embargó. Deshice el abrazo, ella estaba mirando al suelo, levante su rostro suavemente tomándola de la barbilla hasta que sus ojos se encontraron con los míos, entonces ella supo que yo sabía. La besé suavemente, no se resistió. Ella también me besó. Todo estaba tan claro en mi mente. Ahora todo encajaba, ahora tenía todas las piezas del puzzle, ahora había recuperado mi vida. Y en ese mismo momento, mirándola fijamente y manteniendo mis manos en sus mejillas le dije:
─No vuelvas a dejarme nunca
Un pequeño rescoldo de la chispa de antaño pareció encenderse de nuevo en sus ojos, y una lágrima se derramó por su pálida mejilla. Me sonrió, y pude sentir sus frías manos tomando las mías, cálidas y seguras. Y así, agarrados y en silencio, subimos al autobús e iniciamos nuestro primer viaje juntos.
Dicen que un amigo es aquel que cuando las cosas te van bien, no está a tu lado si no le llamas; y cuando te van mal, está junto a tí sin que le llames. El relato me sabe a amor del bueno, del de maroma, del que suele acrisolar el sufrimiento; me sabe al que sostiene cogidos de la mano a esa pareja de viejecitos que pasean en silencio sus arrugas por cualquier parque.
Una historia preciosa, Ana.
Muchas gracias Abuelo, por leerme y por comentar.
Un abrazo