De ayer a hoy: Remembranza de las tablas.
El cuadernillo lo encontré en un viejo baúl arrinconado en el desván de la antigua casa de mis ancestros. Estaba dentro de una caja de madera de aquellas que se utilizaban para los puros habanos, y que, además del susodicho cuaderno, contenía otra serie de cachivaches vanos: algunas viejas carteras de cuero, tabaco en cuarterón, algunas llaves, y un par de cartuchos de caza. Tenía unas deterioradas pastas de grueso cartón y las páginas habían tomado el color amarillento y mohoso del inexorable paso del tiempo. Lo abrí con cuidado y leí sus primeras páginas:
“Me extasiaba lo que contemplaban mis ojos, aquel inmenso proliferar de tablas de río que formaban las aguas del Gigüela en las inmediaciones de su desembocadura en el Guadiana y las que formaba éste último por la amplia llanura y su falta de pendiente”.
Me sorprendió sobremanera aquella lectura de lo que parecía una crónica de caza, pues no alcanzaba a recordar, ni entonces ni ahora, antecedentes de esa afición entre los miembros familiares. Y, sin embargo, allí estaba:
“Estas son las islas —me indicó Ildefonso, mi guía—. Todas tienen su nombre: Algeciras, Asnos, Pan, Descanso, Taray, Martinete, Maturro, Yeguas, Zarca, Morenillo, Rosa…”.
¿Las islas? ¿De Algeciras, del Pan…? Sin duda el escrito se refería al paraje de Las Tablas.
“Recorríamos las aguas en una barca de fondo plano por las trochas entre la maleza que solo el conocimiento de aquellos hombres de río lograba atravesar. Se desplazaban apoyando una larga vara en el fondo de las aguas sorteando la profusa vegetación que surgía de ellas. A veces se veía obligado a ir haciendo “moñas” en la masiega para marcar el recorrido de vuelta, aunque Ildefonso tenía a gala el no haberse perdido jamás, ya fuera de noche o de día. La sorpresa surgió al encontrar en la isla de Algeciras, poblada de tarayes, un importante número de caballos y mulas:
—¿Qué hacen ahí esos animales?
—Los tarayes producen un pasto muy fino y muy bueno para esos animales. Pasan a nado de una a otra isla —respondió Ildefonso—; la del Descanso se llama así porque es donde suelen hacer su primera escala en la travesía. En la de los Asnos, que está más distante de las orillas no hay más ganado que el que se lleva en barcas.
Yo callaba asombrado por la exuberante flora que surgía desde las riberas hasta el contorno de las islas; la abundancia de plantas acuáticas me sobrecogía. Pero si la flora era extraordinaria, la fauna era increíble: charretelas, colorados, gansos, moñudos, pardillos, rabudos, gallinetas, y sobre todo garcetas y azulones.
Los patos, durante el día andaban por las zonas salitrosas picoteando en las ovas y buscando las aguas nuevas donde solían fijar sus puntos de descanso. En las noches de buena luna solían prolongar sus hábitos. Pero lo que más facilitaba su cría era la espesura de la naturaleza, la quietud, la calma y el silencio».
Intenté fijar la fecha del escrito, pero no la encontré; si bien, algunos escritos posteriores del cuaderno estaban fechados en 1959. De lo que deduje que ese apunte debía tratar del mismo año o del anterior. Lo cierto es que tenía ante mis ojos una clarísima descripción de lo que serían las Tablas de Daimiel a comienzos de los años sesenta del pasado siglo.
Tan solo por curiosidad quise comparar con alguno de los últimos escritos que, sobre el mismo paraje, yo mismo había realizado medio siglo después. Y el resultado fue demoledor:
“La última vez que lo visité, hace unos meses, tanto mis acompañantes como yo casi fenecemos de insolación; y eso que ya era tiempo de otoño y el sol no calentaba, ni con mucho, a su máximo potencial.
Hundido en mi introspectivo silencio, paseaba por sus fantasmagóricas pasarelas sin poder evitar retrotraerme en el tiempo y ponerme a pensar. Y recordé, sí, recordé aquella primera vez que las visitara. Corría el mes de junio del año 91, y yo acababa de despertar a la sensibilidad ambientalista de la mano de los sucesos sociales acontecidos por la sobreexplotación del acuífero 23. Reconozco que nunca antes, en toda mi vida, había sentido preocupación o inquietud por esa naturaleza extrema que me había rodeado siempre, desde que nací. Y que entonces, así de sopetón, comencé a escuchar, una y otra vez, que aquello se acababa irremediablemente, que carecía de solución en aquella tesitura. Así que, visitar las Tablas se había convertido para mí, en una asignatura pendiente: tan cercanas, tan a la vuelta de la esquina… Y sin embargo nunca antes había sabido encontrar el momento oportuno para poderlas visitar.
Y entonces decidí hacerlo; en pleno verano y con todo el calor ¡Qué atrevimiento, y qué desconocimiento! Llegamos al centro de recepción: un impreso abúlico con unos itinerarios a seguir, y la apatía, la soledad y la decadencia del lugar. A los pocos minutos, mis hijos casi se habían deshidratado por el calor: ni un ave, ni una anátida, ni una mínima zona encharcada; solo un cementerio medioambiental.
Regresamos anonadados, casi febriles por la solanera, decepcionados ¿Esto era un parque nacional? Pese a todo ello, no me dejé ganar por esa primera impresión. Así que decidí regresar: en otoño, con las primeras lluvias y la temperatura más acorde, buscando la guía y colaboración de un experto conocedor de la zona. Y así fue como comencé a apreciarlas, a través de las explicaciones que me daban, y de unos ojos dispuestos no solo a ver, sino también a apreciar todo lo que había detrás: una extensión de unas dos mil hectáreas plenamente horizontal, que tradicionalmente había permanecido encharcada gracias a los múltiples “ojos” o afloramientos de aguas dulces del acuífero 23, junto con las más salinas que aportaba el río Gigüela, lo que daba lugar a una extensa nava verde de singular belleza e importancia; tanto que, en su contraste con la reseca llanura que la rodeaba, hacía de la zona uno de los humedales más importantes de Europa, y de España en particular.
Desde entonces han transcurrido casi treinta años, y no podría cuantificar el número de acciones en las que participé, organicé o pude describir, para intentar movilizar y ser parte activa de su conservación: charlas, visitas a colegios, institutos, universidades; publicaciones, libros, ponencias, jornadas, seminarios, programas institucionales… Treinta años de mi vida dedicados a una causa que, salvo a una minoría concienciada, a nadie más le ha querido importar.
Y ahora estaba de nuevo allí, para constatar nuevamente aquello que viera tanto tiempo atrás: un artificio, un cadáver, un estandarte para mantener oscuros privilegios de unos y otros; instituciones, regantes, privilegiados en suma por las distintas subvenciones medioambientales de la Unión Europea, y toda la desfachatez del mundo para seguir trasladando desde sus voceros la misma manipulada desinformación.
En fin, qué pena me dio. Tan solo me pregunté ¿Tendrá algún día alguien la suficiente vergüenza y dignidad para no seguir engañando a nadie, y hacer lo que hay que hacer?; esto es, descatalogar el parque nacional de las Tablas de Daimiel, y certificar su defunción”.
He de suponer que medio siglo puede parecer una eternidad, sobre todo para esas nuevas generaciones que ya han nacido en el seno de la era digital. Pero también he de afirmar que ese lapso es solo un segundo en el tiempo histórico actual. Y en ese brevísimo tiempo hemos sido capaces de dejar perder lo que debió ser una joya en medio de este secarral manchego: el humedal y criadero de anátidas más interesante de toda Europa occidental, aquel en el que solo podían recorrerse las aguas en una barca de fondo plano por las trochas entre la maleza que solo el conocimiento de aquellos hombres de río lograba atravesar, desplazándose apoyando una larga vara en el fondo de las aguas sorteando la profusa vegetación que surgía de ellas. Amén.
Mariano Velasco Lizcano