Hace poco, viendo en el cine Un día perfecto, de Fernando León de Aranoa, descubrí el poder del humor para hablar de cosas serias. El efecto de conciencia y consciencia que se consigue es el mismo que si nos contaran las historias con la voz grave, pero sufrimos menos.
Por eso ha sido tan grato leer este pequeño ‒me refiero solo al tamaño, claro‒ libro del gaditano Pablo Fernández Barba; un conjunto de relatos o reflexiones sobre los eternos temas que atenazan al hombre: el miedo a la muerte ‒«El gran misterio» del que nunca se vuelve‒, el amor, el deseo, el hastío («Existe un mundo en el que la gente decide que prefiere vivir en el pasado antes que en el presente. Un mundo nostálgico»), los yoes que nos habitan (llamémoslos, por ejemplo, «Fantini y Kukuana»), la vida ‒«Imagina (¿o lo sueña?, todavía no tiene muy clara la diferencia)»‒, la muerte, la infinitud de la poesía y la escritura ‒véase «El viaje de Israel Sivo» e «Inspiración»‒. Hay también, por supuesto, otras preocupaciones más concretas, precisamente para este pequeño ‒y a veces estrecho‒ universo que conforman los escritores, como el éxito o el fracaso en esa tarea suya de inventar o inventarse ‒«Ars mediocritas»‒.
Pero, por encima de todo, como señala el prologuista, Manuel Valderrama Donaire, hay en Pablo Fernández Barba una «vocación puramente literaria» que se traduce en un bien hacer con esa arcilla lingüística a la que, aunque en una de las citas que antecede al libro se le resta la supremacía como medio de comunicación ‒«No ha quedado demostrado, ni mucho menos, que el lenguaje de las palabras sea el mejor posible», afirmaba Antonin Artaud‒, yo sigo considerando como el más adecuado para lograr la magia, ese poder prodigioso que el autor encuentra en lo cotidiano para convertirlo en fantástico.
Podríamos decir que los cuentos que reúne este volumen ‒como siempre, impecable‒ de la firma Maclein y Parker son surrealistas; tanto como que el protagonista del que da nombre al conjunto concentra todos los órganos sensitivo-emocionales ‒incluidos los sexuales‒ al fondo de sus ojos, lo que le da una clara ventaja a la hora de disfrutar de su simple paseo aunque para ello necesite protegerse con gafas de sol. Cualidad semejante comparte el personaje de «El lector», a quien no le resulta complicado introducirse en las mentes ajenas y escuchar sus pensamientos ‒actividad que, precisamente, debe desarrollar el intérprete de los textos literarios y de cualquier otra manifestación artística, así como el propio escritor‒.
Pero mayor surrealismo no cabe cuando se decide convocar un «Concurso de sueños» ‒se incluye la participación de pesadillas, como la ganadora en su modalidad del irlandés Dean Malpertius Hombre tonto comiéndose sus gónadas que yo, personalmente, preferiría no padecer nunca‒ hasta que se descubre el fraude de uno de sus participantes, condenado por ello a no experimentar más la aventura de la ensoñación, «lo cual es como quitarle la vida a un hombre». No creo que sea casualidad que «Morfeo» sea el título de otro de los relatos, que el hijo de Hipnos tenga también su espacio en este libro.
Especialmente divertido es el texto dedicado a uno de nuestros actos reflejos más habituales e involuntarios, del que se elaboran un manual y una teoría verdaderamente seria que los especialistas denominan «semímica del bostezo». O aquel otro que recorre una serie de inventos que, colapsados con razón por el del cinematógrafo, no llegaron a ver la luz, como, por ejemplo, el amántropo, el metaforascopio, el vitakinoscopio o el ocasódromo, con los que se intentaba, como sus propios nombres indican, provocar enamoramientos, hacer poemas, encontrar el sentido de la vida (¡ja!) y construir atardeceres; algo que, sin ir más lejos (reflexiona al término del relato), aunaron los hermanos Lumière en una sola máquina.
Hay al final del libro una serie de cuentos que se complementan. Es el caso de «Mala sombra» y «Asesinato» o «Llanto» y «Risa», estos últimos para describir el inicio y el fin de la vida con términos que los aproximan y los convierten en una experiencia semejante. Y no podemos olvidar algunos juegos numéricos («Caract3r3s») y la «Oda a una vieja lavadora descompensada», quién sabe si producto del único metaforascopio que aún se conserva en algún lugar del cosmos.
Concluyendo, y para confirmar lo que dije al principio sobre el poder del humor, y quizás más en los tiempos que corren, os dejo algunas frases que tengo subrayadas en el libro, algunas por ser definiciones increíbles de cosas verdaderamente serias, otras porque pueden ayudarnos en este amargo (bueno, no tanto) tránsito que es la existencia. Ahí va. Que las disfrutéis.
«Los habitantes de este pueblo vivían, no pensaban cómo vivir». (Zas, en toda la boca.)
«Las miradas nunca engañan, en eso se diferencian de las palabras.»
«… el aliento poético inaprensible que dota de vida a un simple conjunto de palabras.» (Por si alguien quiere usar otra definición de poesía que no sea la de Bécquer.)
«El sentido de la vida es no plantearse cuál es el sentido de la vida.»
«—Cada vez que escribo, descubro algo nuevo. Mis versos me llevarán hasta el mar.»
Que así sea.
Pablo Fernández Barba (Cádiz, 1979) es licenciado en Comunicación Audiovisual y diplomado en Guion por la ECAM. Como guionista de televisión ha firmado programas como El rastro del crimen, El club de las ideas, Conectando España o Pido la palabra. Ha participado en las antologías Relatos Mínimos (Ediciones En Huida, 2012) y Cuentos Mínimos (íd. 2014).
Elena Marqués