Que la lluvia presida un poema es algo muy frecuente. Como símbolo de fertilización y, por ende, de vida, campa siempre por la literatura; como imagen de purificación (la lluvia es solo agua, y procede del cielo), guarda un íntimo parentesco con la luz; algo que las nubes intentan ocultar, aunque sigue estando allí, con su textura de otoño o de esperanza. La lluvia, pues, tanto en la literatura como en la vida, «se llena de extrema seriedad».
Por eso la insistencia de Alejandro Lérida en recoger distintas escenas bajo el aguacero no puede ser casual. Desde el calabobos a las inundaciones, ríos de agua, de besos y de sed, como «el llanto de las cosas», recorren estas páginas; poemas en los que la disposición visual a veces acompaña esa caída sobre las tristes alas de un paraguas, interrumpidos por continuos paréntesis que guardan dentro nuevos poemas íntimos tan directos como el rayo de una tormenta encima de los hombros; la lluvia repetida tras el cristal, monótona y gris, atravesada por tacones rojos y labios rojos y posibilidades abiertas y nombres de mujer; resbalando tras los ojos azules («y llevas en los ojos el país de la lluvia») o sobre las hojas mudas mecidas por el viento del adiós («en la que el viento pasa la página del frío»).
Y es su lenguaje propio espontáneo y actual, rico en imágenes sorprendentes «como una colección de minucias y asombros», y se extiende en versos largos como ríos, con algo de maleficio bíblico (“Toma un papel y sígueme”, nos ordena en «Amor, miércoles, vejez»), y sinceros como lágrimas; con diálogos breves y certeros; con sentencias tan sabias y sencillas como cruzar un puente.
La lluvia hace germinar la palabra donde antes crecía un erial blanco («Y las palabras bajan / como pájaros / —y llegamos a oírlos— / a comer en tu mano en un poema»), o, siguiendo a Juan Ramón y a Huidobro, su mera enunciación trae consigo la rosa («Dentro de la palabra herida hay una herida», lo que lo conduce a afirmar que «La palabra nosotros es una ciencia exacta»). El aguacero salpica de tonalidades intensas (azul, verde y rojo, o «con el color del grito») sus largas pinceladas sobre el gris obligado, incluso en París y en Roma, amenazando el óculo del Panteón de Agripa o como «un color difícil / de mujer que se marcha».
La poesía de Alejandro, húmeda de lluvia y de deseo, se desenvuelve continuamente en el terreno de la sensualidad, de las pieles y las manos («su convincente piel igual que un pan bendito»), de las piernas como columnas u obeliscos («de recias redes negras, igual que dos infiernos»), de las bocas anhelantes y a la vez contradictorias. La lluvia, siempre la misma y siempre diferente («son muy pocas las lluvias que caen más de dos veces»), como el llanto perenne de la vida, como el paso del tiempo (y del agua bajo el puente) o el sueño, que «es igual que otro sueño» y se convierte en «esta broma pesada que es la vida» (y, cuando esta se acaba, en «el último charco de una tarde lluviosa»), se abre como único escenario para el encuentro y el adiós, para el paseo y el recuerdo de ese paseo, para el amor de verano y para el amor inmortal.
La compañía de la mujer, como la lluvia, lo azota en la nostalgia. Hablar con ella «vuelve más habitable el día», aunque el lenguaje silencioso de los ojos, eternamente al borde de la lluvia, es mucho más locuaz en ocasiones y ofrece como fruto el poema mismo («Dentro de este poema están tus ojos», «Me traducen tus ojos / el idioma imposible de la lluvia»).
Pero, si atendemos a sus propias palabras, Alejandro Lérida escribe para oír lo que le importa, y eso es quizás lo que se desliza en sus hermosas enumeraciones, desde «las hojas caídas, la charla de los pájaros, / la luz como una tiza en la pared» (la luz siempre, como en un cuadro impresionista, pues «Eras la luz del mundo», «la luz, sin vacaciones, de tus ojos») hasta «la intocable luna como un papel intacto», en un es no es («Y son los mismos pasos / de alguien que no llega») en el que consigue, como los místicos, dejarnos balbuciendo al borde del encuentro («donde estuvo tan cerca de besarte», «igual que el beso que sé que no me diste», «como el remoto amor que no tuvimos»).
Así es el amor, parecido «a la mano que arroja un pez al río», «la broma que le gasta una chica a la cámara / un gato amotinado detrás de la basura, / el riguroso frío metido en un termómetro» («Amarla fue beber / de un vaso roto»), y «está lleno de puertas», aunque sea «de entrada a un laberinto» («él siempre es, para ella, como un mapa…»), y es, por encima de todo, en Alejandro Lérida, amor por la palabra germinada bajo el aguacero, ordenada en versos-surcos como los cultivos de un campo en agraz, como las calles paralelas de «todas las ciudades de este mundo» en las que el nombre de la amada es «un sitio adonde huir».
Por eso, después de leer este libro, me he asomado a la ventana con la esperanza de que lloviera, que no se cumpliera la pregunta que inicia una de sus partes para que el beso y la palabra sigan insistiendo fuera. «Y que no escampe».
Alejandro Lérida (1979)
Diplomado en Ciencias de la Educación, en la especialidad de Educación Infantil, por la Universidad de Sevilla, ha obtenido el 1.er Premio de Poesía del XII Certamen de Creación «Fronteras de Papel», convocado por el Ayuntamiento de Sevilla; y mención honorífica del jurado del Primer Concurso Internacional de Poesía Breve «Harawiku», organizado por la Fundación Scorza. Su obra poética incluye los títulos Éxtasis (Lulú, 2012), Cuaderno de haikus y otros bonsáis (Lulú, 2012), Fra-gi-li-da-des (Lulú, 2013), Viaje alrededor de Sonia (Lulú, 2013), Los cuerpos que se buscan (Lulú, 2013), Sacar la basura [«Sobras» Completas 2001-2013] (Lulú, 2013), Sucede (Lulú, 2014), Los espejos vacíos (Lulú, 2014). Es el autor del blog https://enarmascontralasoledad.blogspot.com/.