Reconozco que a veces me aburren las antologías. Y mira que yo he participado en muchas. Normalmente, propuesto el asunto o la época, hay temas que se repiten, o se sucede un puñado de tópicos. O incluso hay algunos relatos que parecen un poco de relleno. Como el No-Do en nuestros tiempos. No es este el caso.
Relatos en 35mm es un libro sobre cine, pero sobre todo sobre hombres y mujeres, sobre recuerdos y vivencias, sobre éxitos y fracasos. Sobre magia. La nómina de escritores es amplia y muy capaz de asumir el reto de escribir cuentos en los que el séptimo arte y Andalucía se den la mano. Los resultados son brillantes y variados y el volumen nace dispuesto a atravesar la alfombra roja y a recibir el aplauso del público. Y eso que quien lo cierra justo antes del «The end», Antonio Rivero Taravillo, confiesa que nunca ha escrito un cuento. Pero, claro, eso no se lo cree nadie.
Encabezado por una cita de Antonio Machado, «El cine… ese invento del demonio», acompañamos a la familia Cansado y su misterioso caso: una extraña aversión a las pantallas que Juan Carlos Palma descifra gracias a la acción de un aspirante a director. «Qué terrible vivir sin cine», piensa, como creo pensamos todos nosotros, aquellos para quienes la oscuridad de la sala actúa como los efectos benéficos de una medicina. Quién no ha sentido una mejoría en el alma al atravesar el pasillo con olor a avellanas y oscuridad y posar los ojos en el terciopelo color corinto de sus asientos y sus cortinas antes de que, como en Cinema Paradiso pero en versión de Loli Pérez, un incendio nos deje huérfanos de sueños; quién no recuerda, como Sandra R. Fernández, la primera vez que fue a ver una película de la mano de su padre y confirmado que, francamente, querida, así «El mundo es mejor».
Pero recorramos más a fondo este libro; busquemos como Cristina Cerrada una «Localización» y encontremos, por qué no, una familia. Mezclémonos por un momento con «Los del cine» según nos los ofrece Juan Varo Zafra, sentados en torno a una mesa, cansados de un trabajo que a nosotros nos parece obra de dioses y cuya tramoya nos descubre y desmonta Inmaculada Reina en sus pesados viajes a Montilla. Eso solo confirma que a veces es mejor no destripar los mitos, pues tal acto puede destrozarnos la vida. Así, al acompañar a Vivien Leigh en una huida alocada en la que quizás lo único que intentara es escapar de sí misma, Isabel Merino no solo coloca a la estrella a nuestra altura, sino, lo peor de todo, nos recuerda que el famoso incendio de Atlanta no fue de verdad, sino que respondió a la simple necesidad de deshacerse de unos cuantos decorados.
El cine, el arte más mentiroso, donde nos engañan por varios sentidos a la vez y nosotros, tan contentos; donde alguien puede obtener un premio con un guion ajeno (es el caso de «¿Quieres un papelito en mi próxima película?» del polifacético José Carlos Carmona) o apedrear por dos veces a Sean Connery (yo soy la responsable de esa tropelía literaria y no merezco perdón) pensando que nunca descubrirán el truco. Donde las actrices necesitan «Parches» para mantenerse derechas o las mujeres, si mueren, mueren de pie sin bajarse del ring igual que si rodaran una película («KV 620. La reina de la noche» podría ser el título). El cine, ese invento de los dioses en que de tanto ver a los actores en pijama o recién levantados nos parece que son nuestros colegas, a los que podemos cruzarnos por la calle y saludarlos. Y, si no a ellos, a quienes por el azar o según nuestra imaginación se les parecen.
Pero ¿por qué no podemos hablarle a un tipo que es igualito a Woody Allen como si lo fuese? ¿No debería, quizás, resignarse y convertirse simplemente en él? Algún día le preguntaré al memorioso José Iglesias Blandón, responsable de «Una cremallera negra de dieciocho centímetros, modelo #009662, para falda», sobre ese asunto.
Pero me estoy yendo por las ramas y solo quería comentar, por eso de que el libro iba sobre cine, pero también sobre Andalucía, que, sin darnos cuenta, en la lectura la hemos recorrido en toda su extensión, desde Zahara de los Atunes y Sevilla a Olivares del Río, Granada, Vejer y otros pueblos sin nombre, lugares desérticos o bañados por el mar más azul que el celuloide es capaz de ofrecernos; y que su acento castizo y su conocido buen humor se ha hecho presente en el diálogo con Javier Márquez Sánchez y los protagonistas de Se acabó el petróleo mientras aguardamos la hora del estreno. Nada que ver con la inocencia de otras esperas para intentar entrever el perfil prodigioso de Natalie Portman apostados con María Zaragoza en los aledaños de un hotel. Yo también he sentido su sonrisa y el dolor de no poder alcanzarla.
Como he notado el tacto de una maleta bajo la cama al leer el hermoso relato de Sonsoles Yovanka, «Invocación indirecta», una historia de amor y reencuentros fallidos porque no todo en la vida es cine. Por desgracia.
Resumiendo, que he venido con la intención de hacer un corto y el metraje se me está yendo de las manos: el libro es bueno, y cada historia nos despierta un mundo, nos hace reflexionar y nos pone cara a cara con lo que somos: extras de una gran superproducción (que se lo digan al padre del protagonista de «El día que odié a Steven Spielberg», de Pedro Pablo Picazo) en la que apenas se nos verá de espaldas, y encima disfrazados; en la que solo nosotros y quienes lean entre líneas podremos reconocernos.
Queda agradecer el resultado al director-productor, que no es otro que José Luis Ordóñez, un entendido en ambas materias, la literatura y el cine, y que nos deja en las manos estas páginas para que, como él mismo dice en el prólogo, gocemos de su magia.
Pues eso. Que usted disfrute de la película.
Elena Marqués