Sucesión de lunas, de Jesús Cárdenas. Por Elena Marqués

Igual que «a los hombres se les conquista por el estómago», a los poetas se les gana con la lluvia. Jesús Cárdenas nos la muestra menuda y frágil, la vierte en un aguacero de versos que nos cala los ojos y el vestido. Ese humedal de lunas ablanda nuestro pecho para la siembra de una palabra cierta y acertada; se extiende en una combinación de poemas en verso y «en prosa» abiertos a una laguna inquieta de reflejos.

Conocí la voz de Jesús Cárdenas en Después de la música y la seguiré siempre con el dedo en los labios, reclamando silencio. Nada debe perturbar «el ritmo de la luz» que la atraviesa en la tarde, la brisa y la danza de las hojas, «la historia elemental de lo maravilloso».

Hay vendaval en sus versos; un azote de segundos que transcurren desde la niñez hasta la nostalgia; una tormenta de amor que se despliega como las velas de un barco bajo la niebla. El albor sideral de la noche nos acaricia, los crepúsculos nos acompañan. Nos convertimos, por la magia del lenguaje susurrado, en ese tú al que el poeta se dirige, en la llama que lo acoge, en la «luz hirviente» del final del camino.

Pero ¿cómo es posible que la luna nos alumbre de ese modo? Su figura clara y ardiente preside toda la primera parte, junto al amor, y se hace trigo y fruto maduro en esos 43 poemas donde ese término, luz, repetido como un mantra hipnótico, nos arropa frente a la soledad y lo efímero. El horizonte es aéreo y la música vuelve a ser un acorde líquido de lluvia por venir, un necesario fin para la hoguera que devasta la tierra. Solo una gota contiene «el eco de tu nombre».

Porque Sucesión de lunas es, por encima de todo, una alabanza sonora al lenguaje, un cuerpo de mujer recorrido por el amor a la palabra, una rosa espinada, un espacio verbal para el regreso («Dime, amor, solo una palabra / con que pueda volver a ti»), para el susurro, también para el grito inarticulado y primigenio, incomprensible y feliz. «Un último puerto donde atracar».

Y de la luz de la primera parte a la lluvia de «Promesas de espejo», del lodo de la ciudad y el daño y la ceniza, del óxido que a veces azota al poeta, a contemplar en el cristal y en los charcos y el paisaje ese milagro del agua en cada uno de sus instantes únicos, en cada latido líquido que recorre la vida, a veces triunfo, las más de las ocasiones hielo o escalpelo «hurgando en las heridas». Las palabras caen ahora con cierto desorden, más apresuradas, como la lluvia; se extienden en regueros de prosa poética que fluyen sin barreras hasta demorarse «en este reflejo, muda la luna en el estanque del amor». Qué mejor verso para resumir todo el texto, si es que un libro de poemas puede compendiarse de algún modo. Amor, luz, agua, elementos vitales que acompañan a Jesús Cárdenas, junto a la Poesía y los poetas grandes.

Por eso termino con las palabras con las que él empieza, con esta cita de Cernuda que define el mundo:

«Escucha el agua, escucha la lluvia, escucha la tormenta: esa es tu vida: líquido lamento fluyendo entre sombras iguales.»

Elena Marqués

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