Pareja de artistas, con identidad ante un espejo,
con el escenario a sus espaldas, tras el telón de
los aplausos que mueren ante un silencio,
una mueca estudiada que parece espontánea en
un mundo ficticio fabricado a su medida.
Fundidos en colores, en miradas, en una lágrima
maquillada en un rostro oscuro y famélico,
y los ojos de ella, escondidos por una máscara
color plata y un cigarrillo en la comisura de sus labios.
Un bombín, una chistera de purpurina, telares que
se funden en los personajes de la colombina y el arlequín,
de los maniquíes diseñados a conciencia a la luz del
flexo abuhardillado de la esencia de la inspiración puesta
en unos versos ante una página en blanco.
Posturas a media luz, improvisación de estatuas
ante el cristal de la ventana que se abre a su mundo,
bajo la cúpula estrellada de las ilusiones y de los
sueños que no quieren despertar en mitad de una noche,
en mitad de una nada magnificada en letras mayúsculas.
Son bohemios de buhardilla, con música de fondo con aroma
a balada imperfecta que se clava en el alma de las miradas,
en mitad de las palabras esculpidas a base de promesas rotas,
y de mucha y casi eterna melancolía de ninfa de bosque
con esencia a naturaleza muerta.
Y al acabar su espectáculo, al poner fin a su show particular,
una luz del alba certero que les desprende de su bohemia nocturna,
de su vida soñada y truncada por una ovación lejana en
forma de sonrisa, de guiño cómplice, de gesto que asiente…
De tantas cosas maravillosas, que hacen que siempre salga el sol
en los corazones de estos bohemios de buhardilla
©Isidro R. Ayestarán, 2008
El Cabaret de los Sueños