Vocaciones. Por María José Martí (Majomar)

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  Vocaciones.

 

   Hace algún tiempo (no recuerdo cuándo), una mujer se presentó en mi consulta sin cita previa. Presentaba el pelo alborotado, una bata de andar por casa, pantuflas de lana, y unas ojeras profundas, como si acabara de levantarse y ni siquiera se hubiera lavado la cara.

No hacía otra cosa que decirme que lo sentía, que no podía marcharse. Insistía en hablar conmigo, y de tanto insistir me conmovió de tal manera que decidí dedicarle una terapia y no cobrársela.

Después de todo, ¿por qué no? ¿Qué podía perder por escucharla?  No tenía nada mejor que hacer aquel día…

Tome asiento, por favor -le dije. Y ella, como si conociera al dedillo cada palmo de la consulta, cruzó por detrás de mi escritorio saltando por encima del cable de la lámpara de mesa (que colgaba a dos palmos del suelo), y sorteó el charquito de orina que había al lado de la pata de mi sillón, como si ya supiera de antemano que aquella cosa estaba allí.

 

Después se echó de costado en el diván, en una incompostura laxa que a mí me pareció demasiado confiada para ser la primera vez que venía.

Admito que su actitud era extraña. Que me desconcertaba. Yo intentaba ser profesional, como siempre he sido. Pero ella no dejaba de mirarme. Y lo hacía fijamente. Sus ojos eran grandes, castaños, y a pesar de su vejez eran hermosos. Sus movimientos eran suaves, lentos, muy pensados, calculadores, casi acusadores, y producían en mí un desasosiego que no hoy no logro todavía describir.

Usted dirá, señora, la escucho…- le dije para comenzar, como siempre digo a todos mis pacientes.

Pero ella no se inmutaba. No le influían mis palabras, ni mis gestos, ni siquiera parecía respetar mi autoridad. Y me miraba.

Había demasiada luz en la consulta. Tanta luz que me cegaba.

Me levanté y fui a correr las cortinas, pero tuve que cerrar la ventana, y, aun así, la luz seguía allí, incontenible, cegadora. Pobre mujer. Ahora se cubría el rostro para que yo no la viera llorar. Su llanto era espeso, silencioso. Me conmovía. Me conmovía su luz. Me conmovía su mirada…

Dejando a un lado la relación médico-paciente, me senté a su lado, enjugué sus lágrimas con mi pañuelo y estreché sus manos entre las mías, igual que hubiera hecho un amigo para intentar paliar el sufrimiento de una amiga.

– Señora, por Dios, ¿qué le ocurre?

 Ella besó mi mejilla con dulzura y esbozando una triste sonrisa, me dijo:

– Soy yo, Javier, tu esposa, Elena… Tómate las pastillas, cariño, son para tu alzhéimer: éstas son nuevas e irán devolviéndote la memoria con el tiempo…

Entonces lo comprendí: la luz era la suya y me miraba de aquel modo…

Dios quiera que ya nunca lo olvide con la ayuda de este nuevo tratamiento.

 

 María José Martí (Majomar)

2 comentarios:

  1. Consigues trasmitirnos el mismo desasosiego que siente el «terapeuta» con tus términos precisos y acertados. Aunque el final es triste (el tema lo es, muy duro), nos dejas la esperanza.
    Un abrazo.

    • Maria Jose Marti

      Gracias por tu comentario, Elena, ciertamente la realidad que viven los familiares de los enfermos es muy dura. Yo sólo he tratado de verlo desde el punto de vista del propio enfermo en un momento de lucidez y memoria recobrada, y con la esperanza de que pronto se halle algún tratamiento que frene el avance de la enfermedad. Lo último que hay que perder es la esperanza. Un abrazo.

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