¿Qué pensaban que había estado haciendo los últimos años en su tiempo libre? ¿Croquetas de pollo? Sí, había hecho croquetas alguna que otra vez, narices, y de pollo, pero entre croqueta y croqueta había estado esforzándose en aprender y en superar las pruebas, y se lo había dicho a sus amigas, como es lo normal. Otra cosa es que sus amigas no le hubieran prestado oído, pensando que aquello no iba en serio.
Pulsó el mando a distancia que abría la puerta del aparcamiento, ella desconfiaba siempre del mando y de la puerta, de que obedecieran a su orden; pero hoy, como tantas veces, lo hicieron, y el cierre se levantó, plegándose hacia arriba, y dejó pasar la luz del día. El día era gris, el cielo estaba encapotado. Podría seguir pensando cosas de ese tipo acerca del día, mientras estaba allí, con el coche detenido ante la rampa, y terminar componiendo con ellas una cancioncilla melancólica, solo que, en lugar de eso, aceleró el coche y el coche piafó en el piso como un toro a punto de arrancarse, y luego soltó el embrague de una vez y el coche dio un tirón y amagó el morro y casi se deja los dientes en el pavimento, pero salió.
Quizás fuera mejor hacer caso a Paco y no darle importancia:
—Minguito, tómate la leche que ya vamos mal de tiempo.
—¡No me gusta…!
—Minguito, a ti no te gusta la leche, ni las galletas, ni el zumo, ni el colacao, ni la margarina, ni las tostadas. ¿Qué te vamos a dar? ¿Te lo digo yo lo que te vamos a dar?
Minguito puso cara de asco antes de acercarse la taza a la boca.
—Son cosas sin importancia, Nieves. Tú es que te lo tomas todo a la tremenda. No querían más que divertirse. No lo hacen con mala intención.
—Ya.
—Rebeca. Rebeca, hija, deja eso que es para tu hermano.
—¡Pero si no se lo va a comer!
El embrague y el freno cedieron al empuje de sus botines de tacón romo y se detuvo en la larga cola ante el semáforo. Los árboles ya habían perdido los jubones amarillos que lucían y solo mostraban sus esqueletos grises. La ciudad aparecía a aquella hora como una corredora rítmica y atlética. Nieves se sentía contenta de volver a la vida laboral después de un largo paréntesis, de reintegrarse al pulso del trabajo, esta vez con su propio proyecto. El proyecto había dado vueltas en su cabeza durante todo este tiempo; progresando, concretándose, y hoy había llegado el día inaugural. No tenía grandes expectativas al respecto, solo la pequeña ilusión de sentarse ante la mesa de su despacho y dar un giro de trescientos sesenta grados sobre la silla giratoria. Su negocio —no le importaba lo más mínimo—, no era de cortar la cinta ni de comenzar invitando a una ronda a los primeros clientes ni de hacer rebajas especiales en el precio. Su negocio era algo más serio que todo eso; también más discreto, mucho más discreto.
Mientras conducía, se iba fijando en las caras de los conductores, haciéndose una idea de sus vidas y asentando su hipótesis más reciente, según la cual, toda persona es un conflicto, un conflicto en sí misma que necesita resolver. Más grande, más pequeño, de un color u otro, de proporciones soportables o insoportables. Todas aquellas personas, pues, que veía circular a su lado, detrás o delante, mujeres u hombres, eran, según ella, conflictos de lo más variado que se desplazaban de un lado a otro de la ciudad.
Internó el coche por la calle estrecha y unidireccional de Las Casas y la recorrió para girar por otra: Avenida Reno, y tomar la paralela, asimismo estrecha y unidireccional, de Esther Olimpia, donde, a la altura del número 19, se encontraba el edificio en el que había alquilado. Le pareció un buen sitio, dentro de sus posibilidades económicas, cerca del centro de la ciudad, con plaza de aparcamiento incluida en el precio.
Nada más abrir la puerta del apartamento donde había situado su empresa y echar un vistazo a la puerta de su despacho, se llevó un buen disgusto. Había bregado con el propietario de la finca para que cambiara la puerta anterior por otra con un gran cristal esmerilado (de esmerilado muy fino, pavonado y uniforme) ocupando toda la mitad superior, y, después de apretados forcejeos, lo había conseguido, y ahora el tipejo de las rotulaciones le había plantado allí su nombre en ignominiosa chapuza, desoyendo cuantos requerimientos y advertencias le había hecho. Abrió la susodicha puerta, penetró en el despacho y, nada más colgar el abrigo en la percha, cogió el teléfono, localizó al responsable y le echó la bulla.
—No, señora, eso no es así. El trabajo está como usted dijo, otra cosa es que ahora haya pensado que no le gusta y quiera cambiarlo.
—Escuche: no pienso discutir con usted por teléfono. Ayer le dije que podía venir y esperarlo para estar presente mientras se instalaba el rótulo. Me dijo que lo más seguro es que no pudiera por la tarde, que lo más probable es que lo hiciera hoy por la mañana. Hoy por la mañana me presento y ya lo ha instalado usted. Solo le digo una cosa: olvídese de cobrar si no viene y esto queda a mi entera satisfacción.
Manuel de Mágina
He leído los dos capítulos y la primera impresión es que Nieves Pradillo es una mujer con reaños dispuesta a emprender y tomar las riendas de su vida.
Me gusta como nos vas adentrando en su vida cotidiana, con uns excelentes diálogos tan reales como los del díia dia de cada uno de nosotros. Y además nos dejas pinceladas que mantienen la intriga y expectativas abiertas. Ahí están las amigas cantando, ya veremos a cuento de qué, el rotulo, los estudios, como o porqué empezó, que busca conseguir… Un sin fin de incognitas que esperaremos descubrir poximamente.
Me está gustando mucho Manuel.
Abrazos
Luisa
«—No, señora, eso no es así. El trabajo está como usted dijo, otra cosa es que ahora haya pensado que no le gusta y quiera cambiarlo.»
Frase magnífica de un gran observador. A las mujeres se nos tacha de eso, de indecisas y de que cambiamos cada dos por tres de opinión. El hijo de… del rotulista pensaría que le iba a hacer creer eso y que Nieves Pradillo se iba a conformar.
(Ahora estoy pensando que últimamente yo me he comportado como ella en alguna ocasión, y eso me encanta.)
Deseando el próximo capítulo.
Un abrazo.