Cuando vio al tipo enchufando aquel secador de pelo pensó cosas muy raras de él. Luego resultó que le servía para levantar las letras. Las iba desprendiendo una por una. Les aplicaba calor con el aparato y tiraba de ellas. Ya estaba quitando las últimas. No lo estaría haciendo con mucho agrado pero le importaba un pimiento. Bueno, en realidad, le importaba algo más que un pimiento. Estaba allí, sentada en lo que se supone que era su despacho, al frente de su negocio, y estaba tensa, incómoda, con una sensación estragante de pérdida de tiempo; desviada una vez más de su propósito, de su plan, lo cual no hacía sino incrementar su tensión y desviarla aún más de su propósito. ¡Con lo importante que a partir de entonces sería para ella aprovechar el tiempo! Podía pensar en decenas de asuntos pendientes, solo en la casa, en los que emplearlo, antes de estar allí mirando cómo trabajaba.
Lo veía actuar a través del cristal esmerilado. A ver si terminaba de una vez. No quería estar delante, cruzar una sola palabra más con él que no fuera la de pedirle la factura. Ya había tenido bastante con lo del día anterior. El día anterior el señor llegó un poco ofuscado y tuvo que refrescarle la memoria:
—Le dije que las quería en arco, ¡no en semicírculo! Las letras huecas, ¡no llenas! El número de licencia (y este sí con letras llenas y de tamaño reducido) abajo y a la derecha, ¡no en el centro!
¡Zoquete! Pero se reservó lo de zoquete porque ella quería mostrar siempre una buena educación.
—Su nombre tiene muchas letras y, si las colocamos en arco, habrá que reducir el tamaño para que quepan en el ancho del cristal.
—Y, ¿qué?
—Que al ser más pequeñas, no se leerán lo mismo desde la puerta.
—Eso es asunto mío, no suyo.
—Está bien, está bien. Yo se las pongo como usted me diga.
—¡Pues, si lo hubiera hecho así, los dos nos hubiéramos ahorrado de todo!
La miró desafiante y agrió el gesto.
—Las letras huecas le van a costar un pico más, ya se lo advierto. Llevan diez veces más trabajo que las llenas.
—Yo no recuerdo haberle hablado de dinero, sino solo de lo que quería y cómo lo quería. Espero que ahora no tenga que pagar yo los platos rotos.
Y los pagaría, los pagaría; ya lo estaba viendo venir.
Dejó en el ambiente un olor a plásticos y pegamentos. Cuando traspasó la puerta, Nieves se dijo: ¡por fin! Le había aligerado el bolsillo en doscientos treinta y tres, pero contenta. Miró a la puerta y ¡vaya!, la encontraba de su gusto. Estaba bien como había quedado, con aquella forma, más o menos como imaginó. Tomó la escoba y el recogedor para limpiar los residuos que había esparcidos por el suelo. Fregó después y perfumó el aire con una pizca de fragancia de rosas, a ver si contrarrestaba lo otro. Volvió a entrar en su despacho y a sentarse tras la mesa. Se giró hacia la derecha para mirar el día a través del ventanal que daba al patio de luz (su armario debajo y dos plantitas de boj que había colocado encima en sendas macetas), y fue desplazándose para recrearse en el equipamiento que había escogido. En el rincón el macetero con el tronco de Brasil, luego el archivador de torre clásico, metálico, de tono gris y paneles hueso en los cajones, su diploma enmarcado. Su mesa con el ordenador, el teléfono, la agenda, la carpeta de mesa, el tintero negro de baquelita. Los dos sillones para atender a los clientes, enfrente. La entrada, el perchero de pie de bolas cromadas, la fotocopiadora, la estantería con los libros profesionales, la fuente de agua mineral, el minifrigo. A su espalda un gran cuadro en tonos grises con una toma aérea de Nueva York. Completó la vuelta llevando nuevamente la vista al ventanal. No pudo evitar que le viniera al pensamiento el título de aquella horrible canción. Pues sí, ya estaba ella instalada en su chiringuito. Ahora solo le faltaban los clientes.
Manuel de Mágina
Al final Nieves va a tener que aceptar que esa es la banda sonora de su vida.
Muy buena la descripción del despacho.