Atmósfera, túnel, navegando. Alguien le dispara un gas letal con un secador de pelo y el disparo de gas (una bola blanquecina) está a punto de alcanzar su cara. ¡Aggg! Levantó la cabeza de la mesa y la sacudió en plena agitación respiratoria. Una parte del pelo encrespado, el otro desparramado, algunos mechones cruzados por su cara. Fue calmándose, saliendo del rapto onírico, percibiendo y asimilando poco a poco lo que veía a su alrededor, identificando aquel lugar como su despacho. Se había dormido sin darse cuenta y había tenido una pesadilla. ¿Cuánto tiempo habría estado así? Miró el reloj. ¡Dos horas! Y, mientras tanto, ¿habría llamado alguien al teléfono, a la puerta? ¡Mira que si había llamado alguien y ella no se había enterado! Se enfadó consigo misma. Se dijo estúpida. Tanto tiempo preparando todo, pensando en todo lo que creía necesario, y no previó lo importante que podía llegar a ser un café, disponer de una maquinita de café. Fue al baño. Se echó un par de manotadas de agua a la cara, se arregló el pelo. Quizás las seis de la mañana fuera demasiado temprano. Y llevaba toda la semana levantándose a esa hora. Pero, ¿cómo haría, si no, para dejar más o menos preparada la comida, puesta la lavadora, recogida la cocina, arreglados y pertrechados a los niños antes de irse a trabajar? Paco…
—Lo que no podemos hacer, por ganar un poco más de dinero, es ser más esclavos de lo que somos, Nieves.
Y le daba toda la razón. Él ya hacía bastante, no le podía pedir más.
Tal vez fuera conveniente adoptar otro horario, tener cerrado por las tardes, pero eso ya lo había meditado y descartado con anterioridad. La gente en general suele disponer de más tiempo por las tardes que por las mañanas. Quizás llegar más tarde por las mañanas, una hora después, solventara en parte su problema. Sí, eso le pareció buena idea: comenzar a trabajar una hora más tarde.
¡A trabajar! Más bien a hacer la gansa. A esperar que viniera alguien y, mientras tanto, a dar cabezadas sobre la mesa. Cuando no a dormirse como un tronco, tal que hoy. Pensó en salir y despabilarse tomando un poco de aire fresco. Se enfundó el abrigo y se colgó el bolso negro. En la calle había una actividad de plena mañana. Sintió envidia del resto de las personas que veía afanadas en sus respectivas tareas. De las dependientas y dependientes de las tiendas, los repartidores, el cartero, los taxistas, los vendedores de lotería; hasta de los negritos con la movimanta.
Ya que estaba fuera, ¿por qué no ir a tomarse un café? Anduvo por una calle y otra hasta que dio con una cafetería. En realidad un café-bar en el que aún estaban sirviendo desayunos, aunque fueran casi las doce. Los últimos se estaban cruzando con las primeras cañas de cerveza. Un señor a la barra ya tomaba una con unas aceitunas. Una chica eslava la abordó enseguida y le solicitó, acuciante, el pedido. Pidió uno con leche.
De regreso, se detuvo en un paso de peatones. En el paso se fue acumulando una cantidad ingente de personas esperando al verde. El verde incendió su disco y ella atravesó junto a los demás; su abrigo de estampado tartán, con su entrecruzado de rojos y negros, destacando en el río humano. Pasando por la acera de la gran isleta-jardín que ocupaba el centro de la plaza, un músico callejero con barba y pelo crespo —la lata para los donativos a sus pies—, se le quedó mirando con descaro, mientras rasgueaba la guitarra y esforzaba la voz tonando el estribillo. Ella ni lo miró.
No entendía por qué nadie llamaba. Había puesto anuncios en los periódicos, en las gacetillas de servicios que se reparten gratuitamente. Pues nada de nada, ni una sola llamada. Claro que ahora casi nadie lee los periódicos, y, si no lee los periódicos, menos aún las páginas de anuncios clasificados.
Tal vez debería haberlo pensado mejor y haber contratado la publicidad en otros medios a su alcance. No sabía.
—Paciencia, Nieves. Una vez que ha entrado el primero, ya van uno tras otro. Todo es empezar.
Ya de vuelta en el despacho, después de tomar asiento, echó un vistazo al teléfono casi por casualidad y vio que tenía una llamada perdida. ¡Una llamada y ella fuera! ¡Imbécil, imbécil, imbécil! Innúmeras veces se dijo imbécil. Y, ¿por qué no había tenido la previsión de hacer un desvío al móvil? Llamó inmediatamente. Cogieron el teléfono al otro lado. Le atendió una chica.
—Ah, pues…, no sé, debe haber sido el Sr. Serrano.
—Es que en este momento no se encuentra.
—Lo siento, no estoy autorizada a dar su número de móvil. Lo que puedo hacer es dejarle recado para cuando vuelva.
—No tengo la más mínima idea. Tal vez si llama mañana a primera hora lo encuentre aquí.
—Pues a las nueve o así.
—De nada.
Manuel de Mágina