Sandra Cisneros. La doble exclusión: ser mujer, ser chicana. Por Vigee Lebrun

La doble lucha por “existir” como mujeres en el mundo y como emigrantes, da sus frutos en zonas fronterizas. En América, Sandra Cisneros (https://www.sandracisneros.com) es una de las primeras voces de este mestizaje que quiere dar testimonio de la cuestión palpitante del género y de la dificultad para encontrar una identidad, un lugar en el mundo, una vida. . En su primera novela, Una casa en Mango Street, (Ediciones B, Barcelona, 1992) Sandra Cisneros retrata el microcosmos del arrabal chicano de una ciudad estadounidense a través de la voz de Esperanza, una niña de nueve años, que busca su habitación propia en un mundo que percibe con ternura, deseo y violencia. Este deseo de pertenencia se cifra en la metáfora de la casa de Mango Street:

Siempre nos decían que nos mudaríamos a una casa, una casa de verdad que sería nuestra para siempre y así no habríamos de cambiar de hogar cada año. Nuestra casa tendría agua corriente y las tuberías funcionarían bien. Y habría escaleras de verdad por dentro, no escaleras de zaguán sino escaleras interiores, como en las casas que salen por la tele (…) Así era la casa de la que hablaba papá cuando sost

Una vez, cuando vivíamos en Loomis, una monja de mi colegio pasó por delante y me vio jugando en la calle. (…)

¿Dónde vives?, me preguntó la monja.

Allí, le dije, señalando el tercer piso.

¿Vives “allí”?

Allí, le dije, señalando el tercer piso.

¿Vives “allí”?

“Allí”. Tuve que mirar hacia donde ella señalaba: el tercer piso, la pintura que se desprendía, las barras de madera que papá había clavado en las ventanas para que no nos cayésemos. ¿Vives “allí? Lo dijo de una manera que me hizo sentir como si no fuera nada. “Allí”. Vivía “allí”. Le dije que sí.

Entonces supe que debía tener una casa. Una casa de verdad. A la que pudiera señalar.La vergüenza de la monja (que personifica la blanca hipocresía de la sociedad estadounidense) la traspasa y la lleva a pensar que si no tiene una casa de verdad no podrá sentirse orgullosa de ella misma, porque para ese mundo ella no es nada:

Vemos cómo su búsqueda de identidad se debate entre esos dos mundos: el chicano y el estadounidense. En el capítulo dedicado a su nombre: Esperanza, anota este conflicto:
En inglés, mi nombre sería Hope. En castellano tiene demasiadas letras. Significa tristeza, significa espera. (p.19)

La espera de conseguir un lugar propio en un mundo ajeno, y sigue:

La espera de conseguir un lugar propio en un mundo ajeno, y sigue:
(…) En el colegio pronuncian mi nombre de una forma rara, como si las sílabas fueran de latón y les rascaran el techo de la boca.(…)  Me gustaría bautizarme a mí misma con otro nombre, uno que se parezca más a mi verdadero yo, a ese yo que nadie ve. (p. 20)
Estas palabras hablan del dolor de la invisibilización, que en Esperanza, como en el resto de mujeres de Mango Street no se da tan sólo por motivos étnicos y de clase, sino también por cuestiones de género. Hereda su nombre de su bisabuela, una mujer fuerte, una mujer como un caballo salvaje, tan salvaje que no podía casarse. Hasta que mi bisabuelo le echó un saco en la cabeza y se la llevó.(…) Se pasó la vida mirando por la ventana, como tantas mujeres que reposan su tristeza sobre un codo.(…) He heredado su nombre, pero no quiero heredar su lugar junto a la ventana. (p. 20)
En Mango Street, las mujeres y los hombres habitan en mundos distintos. La casa, atomizada en el espacio simbólico de la cocina, es un lugar de servidumbre. Las mujeres chicanas se levantan en la madrugada para preparar la masa de las tortillas. Así lo expresa el padre de Alicia, una amiga suya:
Además, lo que tiene que hacer una mujer es dormir para despertarse pronto con su estrella-tortilla, esa que sale pronto… (p. 49)
Este espacio de encierro y servidumbre se convierte también en un espacio de resistencia, tal y como ocurre en Como agua para chocolate (de Laura Esquivel), en el que las frustraciones y confesiones de la madre le insuflan un espíritu de lucha y de rebelión:
Hoy, mientras cocina la harina de avena, es Madame Butterfly hasta que suspira y me señala con la cuchara de madera. Yo podía haber sido alguien, ¿sabes? Esperanza, ve a la escuela. Estudia mucho. Esa Madame Butterfly era una desgraciada. Remueve la harina. Mira a mis comadres. Se refiere a Isaura, cuyo marido se fue, y a Yolanda, cuyo marido está muerto. Una ha de cuidar de sí misma, reafirma lo que dice con la cabeza. Avergonzarse es malo, ¿sabes? Te empequeñece.
Y no sólo de lecciones de resistencias de género, sino también, e íntimamente unidas, lecciones de resistencia de clase, cuando sigue:
¿Quieres saber por qué dejé el colegio? Porque no tenía ropa bonita. No tenía ropa, pero cerebro sí. Ah, dice disgustada, y vuelve a remover. Yo era una chica despierta. (p. 138)
Gracias a estas pequeñas y subterráneas lecciones de rebelión de las mujeres de Mango Street, Esperanza inicia su búsqueda de una identidad propia:
He empezado mi propia guerra silenciosa. Simple. Segura. Yo soy la que se levanta de la mesa como un hombre, sin dejar bien colocada la silla ni recoger el plato. (p. 136)
Una idea reiterativa a la lo largo de la novela es la del aislamiento y encierro al que los hombres someten a las mujeres a través del matrimonio y la crianza de los hijos, que se resume en la imagen de la mujer mirando por la ventana. Esta es la historia de su bisabuela, de su madre, de Isaura, de Rafaela, de Minerva, de Sally….Veamos unos ejemplos

• Minerva: Minerva es sólo un poquito mayor que yo pero ya tiene dos niños y un marido que la abandonó (…) Pero cuando los niños se duermen después de que les haya dado su bizcocho para cenar, escribe poemas en pedacitos de papel que pliega y repliega y luego los guarda en la mano mucho rato, pedacitos de papel que huelen a calderilla. (p. 131)

•Rafaela: Los martes el marido de Rafaela llega tarde a casa porque es la noche en que juega al dominó. Entonces Rafaela, que todavía es joven pero está envejeciendo de tanto asomarse a la ventana, se queda encerrada porque su marido tiene miedo de que se escape por lo guapa que es. (p. 123)

•Sally: Tal y como esperábamos, Sally se casó (…) Dice que está enamorada, pero yo creo que lo hizo para escapar (…) Ella se queda sentada en casa porque le da miedo salir sin su permiso. (p.153)

Son historias de servidumbre y de encierro, pero en todas ellas encontramos un germen de esperanza, una pequeña rebelión que a menudo opera a través de la fantasía: Minerva escribe poemas, Rafaela sueña con ir al salón de baile calle abajo donde mujeres mucho mayores que ella coquetean como si nada y abren las puertas con sus propias llaves (p. 123), la boda de Sally se configura como una huida de la casa del padre, que la asfixia. Estos dos mundos: el de lo real (la cárcel) y el de la fantasía (la liberación) se relacionan dicotómicamente a través de una sinestesia gustativa, lo amargo y lo dulce:
Rafaela bebe y bebe leche de coco y zumo de papaya los martes y desea que hubiera bebidas más dulces, no amargas como una habitación vacía, sino dulces dulces como la isla, como el salón de baile calle abajo (p. 123)
En las diferentes estrategias de resistencia que las mujeres de Mango Street desarrollan se incluye también la locura, que se resuelve en Ruthie en un retorno al mundo de la infancia, en el que predomina lo dulce, para abandonar la casa donde vive con su marido y sus hijos y volver a la de su madre, en Mango Street:
Le gustan los caramelos. Cuando vamos al colmado del señor Benny nos da dinero para que le compremos unos cuantos. (p. 102)

Para Sally también las golosinas simbolizan los sueños de evasión, de huida de una realidad opresiva, puesto que para salir de casa del padre, donde ejerce el papel de la madre que se fue, se casa con un vendedor de golosinas al que conoció en un bazar escolar. La “golosina” es para Sally el contenido de su casa de mujer casada, atomizada en la imagen del pastel de boda:
Se pone a mirar todo lo que poseen: las toallas y la tostadora, el despertador y las cortinas. Le gusta mirar las paredes, ver con qué precisión coinciden las esquinas, las rosas de linóleo del suelo, el techo sin grumos, como un pastel de boda. (p. 153)
Se establece una relación entre el mundo de la fantasía, de la asociación libre de ideas, de la libertad, de los juegos -que la Ley del Padre restringe a la infancia o a la locura- y el universo de la comida, que Cisneros recupera a través de la voz de una niña de nueve años, que se relaciona con el mundo a través de un sistema de comparaciones, imágenes y metáforas extraídas de aquél. Los ejemplos son numerosísimos. Voy a citar tan sólo unos pocos: En primer lugar, la relación con su madre:
Pero el cabello de mi madre…, el cabello de mi madre, como rosetones, como caramelillos redondos, rizado y bonito porque lleva rulos todo el día y da gusto hundir en él la nariz cuando te abraza y te sientes segura, es como el agradable olor del pan antes de hornear, el olor de cuando ella te deja sitio a su lado en la cama, que aún conserva el calor de su piel y te quedas dormida y fuera llueve y papá está roncando. Los ronquidos, la lluvia y el cabello de mamá, que huele como pan. (p. 15)
En este pasaje se produce una especie de metamorfosis en la que la madre, a fuerza de estar en la cocina, en contacto con los alimentos, se metamorfosea en el pan. Hay un doble mecanismo que por un lado da vida a los alimentos y por otro lado los alimentos dan vida a la madre en una simbiosis.

Esta imagen sinestésica y reconfortante del espacio interior choca con las imágenes violentas que provienen del exterior, que supone una doble amenaza; por un lado la amenaza de la agresión xenófoba:
Aquí todos somos morenos, todos nos sentimos seguros. Pero en cuanto nos metemos en un barrio de otro color, nos tiemblan las rodillas y llevamos las ventanillas del coche subidas del todo y miramos fijo al frente. Sí. Así van las cosas. (p. 45-46)
Y por otro la amenaza de la agresión sexual, que se materializa en su entrada (simbólica) al mundo de los adultos, cuando Esperanza consigue su primer trabajo:
Me dijo que era su cumpleaños y que por favor le diera un beso de felicitación, Pensaba dárselo porque era muy mayor, y justo cuando iba a apoyar mis labios en su mejilla, él me agarra la cara con las dos manos y me besa con fuerza en la boca y no me suelta. (p. 83)
Pero que se percibe desde antes, en imágenes como la siguiente:
Y como Marín lleva la falda más corta y como tiene los ojos bonitos y como en muchos sentidos ya es mayor que nosotras, los chicos que pasan le dicen tonterías como que estoy enamorado de esas dos manzanas verdes que tú llamas ojos, dámelas, por qué no me las das. (p. 44)
La comida es también un vehículo de pertenencia identitaria, y su escenificación, un acto ritual de apropiación de la cultura propia frente a la ajena, la estadounidense:
Ahora vendrá el tío Nacho con el coche y tendremos que darnos prisa para llegar pronto a la iglesia de la Preciosa sangre porque la fiesta del bautizo es allí, en el sótano que han alquilado para que podamos bailar y comer tamales (…) (p. 72)
Tamales, tortillas, frijoles, zumo de papaya, zumo de coco, buñuelos y por supuesto, el mango. Referencias a un mundo que le pertenece doblemente y a la vez la avergüenza, dando paso al conflicto identitario.
Las dificultades que entraña el relacionarse con el Otro (sea éste el gringo, el adulto, o los hombres) se observa por ejemplo en la historia de la llegada del padre a Estados Unidos también a través de la comida, vehículo que expresa la amenaza de la aculturación, de que el Otro nos arrebate nuestra identidad:
Mi padre cuenta que cuando él llegó a este país comió huevos con jamón durante tres meses. Para desayunar, para almorzar y para cenar. Huevos con jamón. Era lo único que sabía pedir. Ahora nunca come huevos con jamón. (En el capítulo significativamente titulado: NO SPEAK ENGLISH, p. 118)
El miedo al encuentro con este Otro amenazante lleva al personaje de Mamacita a encerrarse en su casa para no salir más: Sea por lo que fuere, porque es gorda, porque no puede subir los escalones o porque le da miedo hablar inglés, nunca baja. Se pasa el día sentada junto a la ventana, oye los programas de radio en castellano y canta todas esas canciones nostálgicas sobre su país.
Mamacíta, como Sally o como la misma Esperanza también anhela un hogar, un lugar de pertenencia:
Hogar. Hogar. El hogar es una casa en una fotografía, una casa rosa (…) El hombre pinta de rosa las paredes del piso, pero ya se sabe que no es lo mismo.
Un sentimiento de desarraigo que ni el marido ni su hijo comparten ya:
¡Ay, caray! Estamos en casa. Esto es nuestro hogar. Aquí estoy y aquí me quedo. Habla inglés. Habla inglés. ¡Por Dios! ¡Ay, Mamacita, que no pertenece a este mundo(…) Y luego, para romperle el corazón para siempre, el crío (que ya ha empezado a hablar) se pone a cantar el anuncio de Pepsi que ha oído por la tele.

No speak English, le dice ella al crío que canta en un idioma que suena como la hojalata. No speak English, No speak English y le suben burbujas a los ojos . No, no, no, como si no pudiera creer lo que está oyendo.  (p. 118-119)
La gordura de Mamacita alude a la problemática polarizada entre la civilización, representada por el inglés, los anuncios de Pepsi y los huevos con jamón (la cultura estadounidense), y la barbarie, representada por los corridos mexicanos, sus comidas y el castellano. Entre el Norte y el Sur, lo anglosajón y lo latino. La gordura sería el caos, la falta de control, la no sujeción a la Ley del Padre, a las reglas del Orden Simbólico. Lo abyecto. Liz Russell señala esta interpretación alrededor de otra mujer gorda, la Esther de The Fat woman’s joke, de Fay Weldon, pero que es aplicable tanto a la Mamacita de Cisneros como a la Elefanta de Albalucía Ángel, otra escritora chicana:
Order and meaning are only possible, suggest Kristeva, when woman take up a position in the Symbolic Order. A rejection of that order would be equivalent to letting oneself go to one’s desires. Such is the fate of Esther in Fay Weldon’s “The Fat Woman’s Joke”, where the heroine has left her husband because she has refused to submit her overweight body to diet, and has “gone completely to pieces”. She is told she must “pull (herself) together”. This vocabulary represents the symbolic of the mirror itself: a slim woman is a woman who is contained with the frame of the mirror, a fat woman is one who lets herself go or who falls to pieces (…) Eating becomes a compulsive act related to boundaries between self/Other, as Esther admits: “I don’t really eat (…) I scavenge. I am trying to clear up the mess that surrounds me”.
La diferente concepción del ser mujer que va desarrollando Esperanza en relación a los roles que se le imponen, emerge en forma de conflicto, en el capítulo que relata los cambios que experimenta en su cuerpo en ese paso de la niña a la mujer, en este caso se refiere al descubrimiento de las caderas:
Un buen día te despiertas y ahí están. Listas y esperándote, como un Buick nuevo con las llaves puestas. Listas para llevarte…¿adónde?

Sirven para sostener a un crío mientras cocinas, dice Rachel, y le da vueltas un poco más deprisa a la comba. No tiene imaginación. (p. 75)
Así es que junto a la concepción de la cocina como espacio de generación de resistencia y de apropiación se halla el opuesto: el de la cocina como lugar en el que se escenifica la muerte de la imaginación. Espacio de servidumbre y espacio de libertad. Dos niveles de significación en los que opera la novela en su conjunto.

La circularidad se da aquí en el capítulo en el que el poder mágico de la fantasía (del lenguaje que brota del Imaginario) surge, profético, esperanzador, en la voz de tres viejas que huelen como canela y aparecen misteriosamente en el velorio de la hermana pequeña de Lucy y Rachel, para darle un mensaje:
-Pide un deseo.  -¿Un deseo? (…) -Bueno, pues ya está. Se hará realidad. -¿Cómo lo saben?, pregunté. -Lo sabemos, lo sabemos.

Esperanza. La de las manos de mármol me llamó a un lado. Esperanza. Me tomó la cara entre sus manos de venas azules y me miró y me miró. Un largo silencio. Cuando te vayas tienes que acordarte siempre de volver, me dijo. ¿Qué?

Cuando te vayas tienes que acordarte siempre de volver a por los demás. Un círculo, ¿lo entiendes? Siempre serás Esperanza. Siempre serás Mango Street. No puedes borrar lo que sabes. No puedes olvidar quién eres. (p. 156-157)
La bruja-hada que le habla está profetizando la resolución de la búsqueda de identidad que mueve a Esperanza a rebelarse contra los roles que la sociedad patriarcal trata de imponerle, porque ella no quiere utilizar las caderas para aguantar a un bebé mientras cocina, o no sólo. Y esta resolución se da en la escisión de la frontera entre lo interno y lo externo, esto es: en la salida de la casa, de Mango Street y de la infancia, el paso de lo interior a lo exterior. Pero para no perderse deberá volver a lo interior, llevarlo consigo siempre, no “aculturarse” del todo, no “alienarse”; conservar su identidad, su propio lenguaje. Este es el círculo: la disolución de las fronteras entre el yo y el Otro, porque el Otro forma parte de mí y yo formo parte del Otro. Es también la esperanza, la que habita en la barbarie, en el arrabal, en el extrarradio. Afuera (s).

 

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