La muerte en Venecia.

La muerte en Venecia.

Es difícil evadirse de la realidad cuando andan nuestras vidas en juego. Y yo sigo recordando a los que ya no están con nosotros.

Hace ya más de dos meses y medio que se decretó el estado de alarma por el coronavirus, parece que vamos recuperando la vida: podemos pasear patéticamente enmascarados, superamos fases, y baja, sensiblemente, la cifra de muertos. Aunque la sombra de nuevos repuntes y oleadas nos acecha.

Ahora llega el verano y las ganas de disfrutarlo. Sin embargo, pandemia, vacaciones y turismo casan mal. Oigo con estupor algunas propuestas para mantener las distancias de seguridad en la playa. Y me vienen a la memoria los veraneos de antaño. Repaso las fotografías sepia de aquellos tiempos en los que los bañistas se sentaban debajo de un toldo delante de sus casetas. ¿Se les ocurre mejor manera de mantener la distancia de seguridad? No me negarán que es más fresquita que esas placas de metacrilato, por poner un ejemplo, que se oye por ahí.

Hablando de vacaciones, playas y epidemias, es inevitable mencionar: La muerte en Venecia (1912) de Thomas Mann, de la que en 1971 Visconti hizo una película. La recordé durante el confinamiento y decidí volver a ellas. Me pareció que lo correcto sería primero leer el libro y después ver la película, y así hice.

Muerte en Venecia es una novela corta, poco más de 160 páginas, pero no por ello deja de ser una gran obra. Es más, si en lugar de ser su autor Thomas Mann (Lübeck, 1875-Zurich, 1955), fuera cualquier otro que no hubiera escrito obras como Los Buddenbrook o La montaña mágica, esta novela se consideraría su obra cumbre.

La novela se mueve en un mundo simbólico, donde casi nada es lo que parece o, al menos, no solo eso, sino también su contrario. Gira en torno a un personaje: Gustav von Aschenbach, un escritor prestigioso que acaba de cumplir cincuenta años. Durante un paseo una tarde de mayo se fue alejando de la ciudad de Munich y esperando el tranvía, cerca de un cementerio, se le aparece una extraña figura tras la verja de los marmolistas de lápidas. Al acabar de observar al supuesto viajero, siente unas repentinas e irrefrenables ansias de viajar: «Necesitaba un cambio, días ociosos, aire lejano, sangre nueva. Así el verano sería fecundo y productivo». Después de una parada fallida en una isla del Adriático, decide viajar a Venecia donde descubrirá el arquetipo de belleza clásica en un adolescente polaco, Tadzio, que veranea con su familia en el mismo hotel.

«Aschenbach advirtió con asombro que el muchacho tenía una cabeza perfecta. Su rostro, pálido y preciosamente austero, encuadrado de cabello color de miel; su nariz, recta; su boca, fina, y una expresión de deliciosa serenidad divina, le recordaron los bustos griegos de la época más noble».

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Ya desde el principio de la obra nos encontramos con el binomio vida/muerte, lo sensible/lo inteligible, naturalidad/artificio, esplendor/decadencia que dominará toda la novela: Las ansias de viajar y vivir se las despierta un personaje siniestro, que aparece «entre dos bestias apocalípticas» en un lugar que no lo es menos: un cementerio. Decide viajar a una ciudad, Venecia, de la que nada más llegar describe su belleza decadente «como la de una reina caída». Cuando conozca lo que se esconde tras su hermosura, la llamará «ciudad enferma». Y «el olor pútrido de la laguna», donde se ubica, con sus góndolas y gondoleros nos sugiere la laguna Estigia y la barca de Caronte.

Si al principio, las mañanas en la playa eran fructíferas para el ilustre escritor, poco a poco, el descubrimiento de Tadzio y su belleza fresca, natural, armónica, espontánea y joven; acompañada de sus posturas, gestos y maneras de escultura clásica lo irán cautivando. Pero lo apolíneo no tarda en convertirse en su objeto de deseo, y lo sensible e instintivo dominará lo inteligible y espiritual. Y entramos en la dicotomía de Nietzsche: lo apolíneo frente a lo dionisíaco, ganando este último, y que lo llevará a la muerte. Pues el deseo lo arrastra a un destino fatal del que ni puede ni quiere librarse. Eros y Tánatos.

En un sueño en el que imagina el diálogo de Sócrates y Fedón sobre la belleza y la sabiduría, se planteará si el arte es capaz de llevarnos al verdadero conocimiento y si el poeta es capaz de conseguirlo.

«Fedón, nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos?».

El gran escritor, que siempre había vivido dedicado a su quehacer intelectual dentro de una vida ordenada, convencional y burguesa, va cayendo en una atracción que lo consume. Y ya no le queda otra cosa que perseguirlo allá dónde fuera. El muchacho sabe que es admirado y con su mirada lo busca, entra y alimenta ese juego ambiguo.

“Tadzio iba detrás de los suyos; en sitios estrechos solía dejar paso a la institutriz y a sus hermanas, y caminando solo, volvía de cuando en cuando la cabeza para asegurarse con una mirada de sus singulares ojos de ensueño de que Aschenbach los seguía. Veíalo y no lo denunciaba».

En una novela donde apenas hay acción, domina la contemplación, las disquisiciones filosóficas y las contradicciones internas de un ser atormentado lo habitual sería un ritmo lento, sin embargo, la maestría de Mann le confiere una cadencia melodiosa acorde a su contenido. Conocido es el amor del autor por la música, adoraba a Wagner y escribió sobre él (Correspondencia); además, nuestro protagonista debe su nombre al compositor Gustav Mahler. Mann concebía la forma artística de la novela «como una especie de sinfonía, como un tejido de ideas y una construcción musical». La música atraviesa la obra del escritor alemán desde Los Buddenbrook (1901) hasta Doctor Fausto (1947).

La novela fluye con la misma rapidez que los cambios de ánimo del protagonista. Y todo conducido por un narrador omnisciente, que entra y sale del interior del escritor sin salirse, casi nunca, de la tercera persona. Y como un dios con sus criaturas no solo nos las muestra, sino también las califica con el adjetivo adecuado a su actuar en cada momento: «El solitario», «el contemplador», «el fugitivo», «el huésped», «el forastero». Cuánto me recuerda a los epítetos de los grandes héroes épicos, solo que Aschenbach es un héroe trágico y, a veces, también grotesco.

Tadzio, el otro protagonista, representa la idea platónica de la belleza. Gracias a su contemplación descubre la idea de lo bello, el arquetipo. Pero Aschenbach no sabe encontrar el equilibrio entre lo sensible y lo inteligible, entre la espiritualidad y la sensualidad, entre lo instintivo y lo racional y su incapacidad le conducirá al abismo.

El muchacho también recibe sus atributos en el relato, pero no como una cualidad a su ser sino que los tiene de forma absoluta, sustantiva: él es la juventud: «efebo»; es el amor, el deseo: Eros; es la belleza enamorada de sí misma: Narciso.

La otra protagonista es Venecia y su elección no es arbitraria, pues representa como pocas ciudades la decadencia y la belleza a partes iguales; Oriente y Occidente. Además de ser la ciudad donde murió Wagner y tener un pasado de epidemias endémicas. El resto de personajes aparecen puntualmente y se encuentran desdibujados igual que la neblina de muchas mañanas en la playa. No obstante, ello no es obstáculo para que el escritor alemán sepa trazarlos con la maestría de un genio: el barquero, el peluquero, el maître del hotel, la banda de música, el inglés de la agencia de viajes, la madre de Tadzio, su institutriz, la familia rusa, como también el ambiente refinado del balneario. Todos junto con Venecia de fondo ayudan a crear esa atmósfera que se mueve entre el sueño y la realidad, en el que se desarrolla un amor imposible.

Es raro que alguien mayor de 40 años no haya visto la película y conoce la historia por ella. Cierto es que Visconti sigue con bastante fidelidad la novela, además de captar su alma. Pero hay variaciones, cambios, elipsis u omisiones.

La película comienza con amplios planos de Venecia de una belleza impresionante. Si a las imágenes le añadimos la sinfonía de Mahler, es una delicia para los sentidos. La elección de Mahler no es casual. Mann confesaría años más tarde que se inspiró en el compositor para crear al personaje, y el Aschenbach de Visconti ya no es escritor sino un prestigioso compositor en crisis. Dick Bogarde da vida al protagonista con una interpretación magnífica. Leemos en su cara, gestos y ademanes los pensamientos de Aschenbach: su desazón por descubrir por qué están desinfectando la ciudad, qué significan esos pasquines en las calles, por qué hay miedo a responderle. Le decían que desinfectaban por «el calor y el siroco». Sin embargo, al final descubrió la terrible verdad: «La ciudad estaba enferma y se trataba de ocultar tal circunstancia por codicia». La peste llegó desde La India en dos barcos sirios a Venecia en mayo y se había ocultado por miedo a perder el turismo que era su medio de vida.

Pero Aschenbach no solo está inspirado en Mahler, muerto un año antes de la publicación de la novela, también tiene rasgos de la personalidad de Mann; a pesar de haber estado casado y tener 5 hijos, tuvo relaciones e inclinaciones homosexuales, aunque por los prejuicios de la época los ocultó siempre. El escritor alemán viajó a Venecia en 1911 con su familia y se alojó en el mismo hotel balneario del Lido. Mann gustaba visitar balnearios para descansar. En el hotel conoció a un joven aristócrata polaco que lo marcó y le sirvió de inspiración para crear a Tadzio. Visconti tardó más de un año en localizar al joven adecuado para el personaje, hasta que encontró al joven sueco Björn Andrésen. El acierto fue absoluto; se ajusta al dedillo a la descripción de Tadzio en la novela.

El libro y la película son dos obras maestras y es imposible elegir una u otra. Cuando vemos la película pensamos que es el arte más completo: la belleza de los fotogramas acompañada de la música de Mahler nos conmueve y decimos, convencidos, que una imagen vale más que mil palabras. Pero cuando leemos la novela pensamos, también convencidos, que no hay imagen que valga mil palabras. Ni siquiera por una sola bien colocada. A la manera de Mann.

Carmen Pita

Blog de la autora

 

3 comentarios:

  1. Interesante reseña que profundiza en la obra y todas sus connotaciones. Comparto contigo que no siempre una imagen puede sustituir la fuerza de la palabra.
    Abrazos Carmen.
    Luisa

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