Con esta nueva obra el autor de Itálica y otros poemas acentúa e irriga de claridad y transparencia su mirada poética, que discurre como el agua en la que brota y fluye su propia conciencia trascendida.
La lágrima revela al mundo. Este modo de huera existencia derrota el espíritu del ser humano, que no duda en renunciar a la verdad, la que reside en el silencio y de la que se aleja en su devenir cotidiano para que, más tarde, allende lo inevitable, éste selle el viaje definitvo. La lágrima aflora sin compasión, con el gusto salobre del mar del que provenimos, para recordarnos quiénes, en realidad, somos. El ciclo vital se cumple irreversiblemente: los ojos, cauces secos, acusan ceguera; los labios, humedales sedientos, saborean la sal de la tierra. Gota a gota, como un rosario de cuentas, vierte la dimensión de su coexistencia con aquélla -la tierra- que desemboca en la sombra, aunque provenga de vientre germinado en la luz. Entre ambos sucesos, el curso que deviene en flujo líquido, corriente cantarina que arrastra el prístino ser como guijarro. Lo señalaba Goethe, a semejanza de las ingenuas y menudas manos infantiles que pretenden retener el agua entre sus manos, «¡Cómo te pareces al agua, alma del hombre!«
Aura de luz y agua -Francisco Vélez Nieto, Guadalturia Ediciones- acrisola en su lecho lírico memorial contemplativo, meditación crítica y conciencia de la otredad; tres
aspectos que confluyen para disponer la mirada sobre la trascendencia material y espiritual del agua, y que sirven al propósito de su autor de identificar la voz de su yo personal en la del manantial que despaciosamente brota claro y puro, y discurre ante la amenazadora mano del hombre que enturbia su ser. Luciente palabra con la que el poeta no rinde pleitesía a las modas y sí al honesto principio de su propio eco. «Las palabras para el poeta deben ser / sustancia, aspiración, sostén de vida / Así se compone los versos de mi lírica, / como agua que endulza la existencia / al ritmo suave que armonioso brota / y llena mi acuario de venero y frescura». Con la terrible desesperanza de comprobar el grito mudo que clama de la corriente dolorida y en la que se sumergen el despropósito de la contaminación y el uso privativo de esa «Agua nuestra», como la denomina, «El agua, fuente de la vida, fragancia, / necesidad vital para la existencia, / agredida padece retorcidos males / que a diario la castigan y envenenan: / salvémosla de la avaricia y el lucro», poema a modo de pórtico, que advierte y exhorta tras el posicionamiento que el autor establece en el proemio. «Este poemario presenta una atmósfera variada como ofrenda hacia esa naturaleza viva pero lastimada, perseguida, maltratada y malherida, a la que el hombre insensible le va robando su belleza y riqueza, intimidad común de subsistencia, armónica maternidad abierta a todas horas».
Versos que refrescan las sienes y en los que el corazón, debilitado por el transcurso de los años, parece recobrar su antaña lozanía, prescinde del peso del tiempo y de su carga de maleficio acumulado por la destemplada lucha del día a día. Renace el pulso vital en la remembranza de lo que nunca dejará de ser tatuaje en el pecho del amor, «Siempre sobre el peso de los días / flotará la embriaguez de tu sonrisa / esa mirada de ondulada ternura / bajo el paraguas de aquella tarde, / donde la lluvia dibujó nuestro origen. / Tu voz todo arroyo de fluido cantar». Lo abrevia el poeta cordobés Pablo García Baena, pero con el mismo afán y el mismo tacto de fecunda consecuencia: «Sólo tu amor y el agua…», remanso donde el asiento de lo auténtico permanece inédito, intacto e indeleble. Aunque también recrudece la sensación de soledad y orfandad ante el peso del mundo si evocamos, en el mismo paisaje, el ritual de los afectos. «¡Cuánto añora mi memoria la lejana fuente! / donde mi padre me llevaba caminando / al paso que desgranaba historias cotidianas / de esas que alivian el andar, aunque tropieces, / hasta acariciar el limpio venero saltarín / donde manaba el agua de su fresco saltar alegre»«. Llegados a este espacio de pérdida, Luis Cernuda es afluente de este significado desde el exilio y desemboca en su propia ciudad y río. «El amor escapa hacia la corriente verde, hostigado por el deseo imposible de poseer otra vez, con el ser y por el ser deseado, el tiempo de aquella juventud sonriente y codiciable que llevan consigo, como si fueran eternamente, los remeros primaverales»; palabras poéticas -afluentes de un mismo río lírico- en las que sencillez y transparencia elevan el tono hasta la medida que requiere, no más. Y en las que la naturaleza, excluida de las inquietudes y temas poéticos actuales, reconoce su voz en la rijosa corriente que se pierde a lo lejos irremisiblemente, como el destino incierto del planeta y todos sus habitantes.
Los territorios asidos a la memoria –«Siento murmullos de ayer, / los veo en el agua flotar, / recuerdos y olvido serán / cuando lleguen a la mar»- y ese tierno afán de seguir queriendo degustar la vida y distanciarse de Caronte –«Espera mi llegada, día que retraso, ¡amo la vida!»- conviven con el incontestable y férreo pronunciamiento sobre la locura que le sobreviene al ser humano ante la flagrante acción de menospreciar las aguas que «(…) transcurren temblorosas de ser envenenadas, / emponzoñadas por la avidez del hombre, / desvarío, avaricia y maldad que infecta / agria ambición que solo ruina cosecha». El autor es consciente de su deuda con el líquido generador de vida. «De ti agua devoto soy, es mi vida la que te debo». El ciclo sinfín ritualiza el tránsito perecedero del ser humano que lo acompaña hasta su fenecimiento. «»El agua, al discurrir la luz, muestra / la geografía que la vida acompaña». El agua como espejo de sí. «Sereno deleite desde el brocal del pozo / contemplar en su cristalino fondo / como su espejo refleja mis rostro», y aunque no se resigna al adiós definitivo -«Milagro si el hoy frenara el mañana»-, porque consiente en «(…) las corrientes de los ríos, / mientras que la vida reme / la muerte lejana queda».
Francisco Vélez Nieto nos sumerge con esta obra en un cauce personal que tuvo su antecedente en dos publicaciones antológicas anteriores sobre el agua, en las que ejerció de compilador: La caricia del agua (antología de poetas cantando al agua) -Emasesa Metropolitana, 2009- y Las luces del agua -Ánfora Nova. Revista Literaria, 2010-. Sendas ediciones son dos exquisiteces no sólo por el contenido poético, también por el cuidadísimo continente que suma gusto, equilibrio y sencillez en la edición. Ambas aúnan a autores contemporáneos de diversas generaciones, además de clásicos y universales. El heterogéneo pensamiento poético que albergan estas páginas profundiza desde miradas que atienden a un amplísimo registro sobre el agua y es compendio de su belleza y trascendencia. Igualmente, algunos poemas que integran esta obra y se refieren a su localidad natal -Lora del Río, Sevilla- aparecieron en la obra Recuerdos de un tiempo vivido -Ediciones En Huida, Colección DSK-Relato y poesía-, en el que el titulado Puente de hierro destaca sobremanera por conceptuar y simbolizar el tiempo con inusual cántico de belleza redimida del olvido, recreándolo en la figura artificial de la arquitectura humana y la natural de la corriente fluvial. Puente y agua se reconocen en la emoción del poeta, que siente la decadencia del perfil de hierro como suya: «(…) tan huesudo y desolado, / mi viejo puente de hierro / Agua nueva, puente añejo,«, y el vagor rumor de las aguas, que se alejan con el tiempo dentro: «Siento murmullos de ayer, / los veo en el agua flotar, / recuerdo y olvido serán / cuando lleguen a la mar».
Sobre la piel del agua es la conciencia del autor la que chapotea para advertir y enfatizar el dislate de la sociedad cuando se desentiende de los peligros que acechan su propia existencia al negar el lugar preeminente del agua. «Nada tendrá verdor ni música sin luz y agua». En sus directas anotaciones sobre los mares Mediterráneo -«Los mitos ya no son mitos / son leyendas trasnochadas, / las basuras envenenan, / sus olas ensangrentadas» y Aral -«(…) ¡Cruento y doloroso rapto!»- y otros cauces menores -«Arroyos nutridos de inmundicia lloran / añorando la corriente límpida de antaño», o la amenaza despiadada de la sequía -«-«Todo el mal va dañando / flora, dolor, esperanza», y el drama humano de la inmigración que sobre las aguas es vigilia de muerte ante la ausencia de justicia -«Por este mar, envuelto en mitos, leyendas / surcan pateras, pobres soñadores remando / (No son argonautas buscando Vellocino de oro)». Sin embargo no resta un ápice en convenir el acomodo del agua para denunciar sin tapujos la sed social que comportan las religiones. En los poemas Agua salada y Los falsos abalorios lo presuntamente irreverente por su claridad es secundario a los principios del autor, que no utiliza el lenguaje para enmascarar sutilmente la idea de confrontación. En su estilo la medida no ampara cualquier gesto. Sólo si se sustenta desde basamentos puramente poéticos que sobrevuelen sobre la mera impresión descriptiva hay un decir con resonancias éticas y estéticas anudadas a un sentir rumiado con agudeza introspectiva.
Trémulas, frescas y amparadoras imágenes se entremezclan aportando al recorrido del poemario oasis para asentar y reposar la belleza reflexiva que trata, siempre desde el principio de la claridad y sencillez, conceptos íntegros,«-(…) sin vender la belleza del verso a lo manido. / (…) Innecesarios, ombligos y espejos»-, y entre aquellas miradas líricas son esplendentes las que bautiza como El despertador del alba, Viaje de ida y vuelta, Me alumbra esa luz o Coplillas del camino.
Vida y agua son vasos y versos comunicantes. Como la gota de lluvia, este poemario se precipita sobre la superficie transparente del cristal y deja su rastro de humedad sin que palidezca la mirada. El círculo invisible traza su agonía y declive como el cangilón de la noria que no colma su sed por más vueltas que sumerja su deseo de calmarla. Con la prestancia estética y distinción tonal que caracteriza a la poesía de Francisco Vélez Nieto, su esencia es venero paciente que proclama: «De la semilla brota el amor y el odio; / cuida con la izquierda la mano derecha. / No es un decir, pero las aguas frescas / son besos que calman el dolor más duro. / No olvides nunca la humedad del vientre / el llanto aquel, esa luz que enternece».
Pedro Luis Ibáñez Lérida