El último de los exploradores
A Javier Andréu, un español noble, y un amigo bueno y paciente
España, entendida como Cultura, ha producido algunas de las principales señas de identidad del Espíritu Absoluto, que son reconocidas como tales por cualquier rincón del mundo. Citemos, entre tantas: el flamenco; la tauromaquia; el arco de herradura (visigodo en origen, musulmán ya por todo el mundo); la tortilla de patatas o tortilla española; el estudio de los «temperamentos» musicales, de Francisco Salinas, que inspirara una oda de Fray Luis de León, Das wohltemperierte Klavier, de J.S. Bach, y, a partir de ahí, toda la polifonía occidental; el régimen verbal del castellano; la novela moderna, que brota en el Lazarillo y culmina en El Quijote; y la crónica de la conquista, un género ensayístico genuinamente español, que nace como un informe militar que recoge las peripecias de una tropa en territorio enemigo (tal es la Crónica de Muntaner, que recoge las aventuras de los almogávares), que crece e incluye poderosas reflexiones de increíble rigor etnográfico sobre el choque entre culturas (tal ocurre con la Verdadera y Notable Relación del Descubrimiento y la Conquista de Nueva España y Guatemala, escrita por Bernal Díaz del Castillo), y que erige las primeras reflexiones sobre los fundamentos del Derecho Internacional y la Dignidad Humana Universal (cual es el caso de la Historia general de las cosas de Nueva España, de fray Bernardino de Sahagún).
Como no podía ser de otro modo, este género dio en morirse al mismo tiempo y de las mismas lacras de las que pereció la vocación imperial española. Y así, la última de las crónicas imperiales la encontramos en la obra de Manuel Iradier Bulfy (1854-1911), un español de pro nacido en Vitoria que recorrió y conquistó para España los territorios de Guinea Ecuatorial. Un breve repaso a su crónica (África, viajes y trabajos de la Asociación Eúskara La Exploradora. Ed. Miraguano. Madrid, 1994), en la que relata las peripecias por las que tuvo que pasar para llevar a cabo su tarea, nos pone bien a las claras cuál era la situación a que había llegado el susodicho Imperio. Los viajes de Iradier coinciden más o menos en el tiempo con la época en que ingleses, franceses, alemanes y americanos multiplican sus esfuerzos por financiar las exploraciones científicas que serían el germen de sus modernos imperios, y en las que naturalistas (algunos de la talla de Darwin) de todo tipo ensancharon nuestro horizonte científico con los datos e ideas que de allí se trajeron. Expediciones bien equipadas todas ellas, claro está. El capitán Byrd, valga la comparación, exploró una pequeña parte del continente antártico, y para ello se llevó nada más y nada menos que quinientas toneladas de material, aparte de una reata de cerca de cuarenta perros, más dos aviones y cuatro barcos. Nuestro entrañable Iradier, sin embargo, partió a la Guinea con los siguientes pertrechos: unos pocos duros que había reunido a base de sablear a sus amigos de Vitoria, todos vascos y españoles de pro; alrededor de cincuenta metros de tela con los colores de la bandera de España; unos cien tarros para guardar bichos, en general; quince escopetas, por lo que pudiera pasar; dieciséis garrafas de brandi de Jerez, también para lo que pudiera pasar; y su cuñada, que era una mujer brava, bien dispuesta y de encarnadura prieta y generosa, digámoslo en su favor.
En un principio, convencido de la impecable excelencia de su equipo material y humano, la idea de Iradier era cruzar el África entera de norte a sur y traerse para España la mayor colección de trofeos de caza y de bichos en general que jamás hubiera llegado a Europa, así como un buen montón de territorios para la Corona. Afortunadamente (para Iradier y para su hermosa cuñada), el gran explorador inglés Stanley visitó Vitoria en calidad de corresponsal en la guerra carlista, y pudo convencer a su «colega» español, justo antes de su partida, de que se conformara con un objetivo algo más humilde: la exploración de las costas que se divisaban desde las islas españolas del golfo de Guinea.
La partida tuvo lugar a finales de 1874. Tras más de tres años de estancia por aquellas tierras de Dios, Iradier retornó a España y llevó a cabo en su crónica un sincero y valiente balance de sus logros. Por lo que atañe a las tierras conquistadas, Iradier reconoce que la fruta aún no estaba madura y que ha vuelto con las manos vacías…, aunque insiste en que ha dejado la bandera española en manos de numerosos caciques. En cuanto a la parte científica de su viaje, hay que distinguir entre los estudios botánicos y los zoológicos: por lo que atañe a los primeros, logra llegar a Vitoria con unos cuantos herbarios perfectamente podridos y sin etiquetar: los conocimientos botánicos de Iradier apenas le alcanzaban para distinguir un boniato de una lechuga, y desde luego nunca dio muestras de saber cómo se organizaba un buen herbario, ni mucho menos cómo se conservaban las plantas en los climas tropicales. Por la parte zoológica, casi todo llegó igualmente podrido, aun cuando hay que reconocerle el mérito moral de haber sacrificado sus reservas personales de brandy jerezano con tal de que no faltase alcohol en sus tarros, con resultados tan loables como lamentables, vale decir.
En el capítulo cinegético, aquel en el que don Manuel tenía puestas sus mayores esperanzas, sí que se alcanzaron logros palpables, por más que menguados y tremebundos. En tres años largos y con quince escopetas en su haber, Iradier no pasó de cobrar tres piezas; a cuál más singular, empero: la primera, un lorito gris como de media ración; la segunda, una gallina que tenía por dueño a un guineano iracundo a quien hubo de pagar el volátil como si se lo hubieran servido en pepitoria en el mejor restaurante de Madrid; la tercera de las piezas ya constituyó caza mayor: una anciana entera y verdadera, a la que confundió con un búfalo. A mayor disparate, Iradier se propuso disecar el cadáver de la anciana y depositarlo en algún museo de Vitoria, en una institución científica madrileña, o incluso en el salón de su propia casa; pero no logró ponerse de acuerdo con la familia de la pobre víctima, cuyos deudos demostraron un agudo desprecio por el progreso, al preferir enterrar a su abuela de acuerdo a sus primitivos usos africanos, antes que donarla a la ciencia.
A tenor del «éxito incontestable» de esta primera expedición, Iradier organizó una segunda, tan pronto como juntó el dinero preciso y su cuñada se recuperó de las diarreas estrepitosas con que regresó del primer viaje. En esta ocasión sí que consiguió reunir una pequeña colonia para la Corona española a base de comprar y amedrentar a los caciques locales, muchos de los cuales exhibían su buena disposición hacia la españolidad portando como taparrabos aquellas banderas que Iradier les regalara en su primera expedición. Pero lo que más nos interesa de su crónica no es esa parte, sino aquella otra en que Iradier da muestras de estar dispuesto a revolucionar la naciente antropología cultural. Por la misma época en que Franz Boas publica sus estudios sobre la cultura de los inuit, Iradier elaboró un esbozo de estudio bastante interesante de las instituciones sociales de los pueblos de Guinea, así como un catálogo en el que recogió una infinidad de medidas de los rasgos físicos faciales y craneales de cuanto africano se le puso a tiro.
De tal profusión de medidas, Iradier concluye que la raza africana resulta mucho más cercana al mono que la europea. Prueba de ello es, nos dice, que «los negros tienen los dedos de los pies prensiles» (Iradier 1994, pág 168); y se quedó tan ancho. Y no quedó ahí el disparate, sino que, por primera vez en la historia, Europa conoció, por boca de Iradier, un dato escalofriante, y cito: «los africanos, quizás debido a su animalidad, poseen un miembro muchísimo más grueso y bastante más largo que el de los europeos, y el acto del coito es de una desmesurada duración» (Iradier 1994, pág. 175). Sublime aportación a las ciencias humanas, a la que sólo salva el agradable peluseo de saber que siempre se hacía acompañar de su cuñada mientras llevaba a cabo esta variante tan sensible de trabajo de campo.
Consciente, acaso, de que su obra podía quedarse limitada a dejar una huella efímera, Iradier no quiso concluirla sin dejar un legado que pudiera servir a cuantos, en épocas futuras, se acercasen al África con vistas al engrandecimiento del Imperio. Para ello, elaboró el primer diccionario de frases útiles español-guineano, guineano-español, en el que podemos aprender a construir en guineano oraciones como éstas (Iradier 1994, págs. 273 y ss.): «Si tú no me das provisiones, yo quemo tu aldea». O bien: «Si tú no me das porteadores, yo mato con mi escopeta a cuatro de tus mujeres». O incluso: «Si tú no quitas bandera de España de tu culo, yo mato con mi escopeta: Pum, pum».
Benditos sean, pues, el destino de nuestra bandera, la suerte de esos pobres pueblos que recibieron la visita de los conquistadores europeos, y la memoria de este explorador que escribió el último capítulo de la vocación imperial española.
Francisco Giménez Gracia