Dicen que la caza no es deporte, porque en los deportes ambos contrincantes saben que están compitiendo. Y yo creo que lo mismo ocurre con las guerras. Se está en guerra cuando ambos adversarios pueden medirse como guerreros en los campos de batalla, no cuando se caza, a traición, a un montón de personas ajenas y lejanas a conflictos bélicos. Ni tampoco cuando alguien se hace estallar en medio de un cúmulo de inocentes con el espantoso fin de morir matando. Eso no es la guerra, eso son asesinatos indignos. Y no es que la guerra tenga dignidad alguna, pero sí lo tiene el hecho de saber que uno va a enfrentarse con la muerte.
Es verdad que, pese a ellas, con cada amanecer la vida se abre paso. El sol vuelve a regalarnos su luz sin esperar a súplicas o a gratitudes. Hombres y mujeres caminan a sus labores cotidianas. Madres y padres llevan a sus hijos al colegio, les preparan los alimentos, los aman y los cuidan. Los niños disfrutan de una etapa en las que las gafas de la existencia todavía llevan cristales de color rosa. Los jóvenes sienten mariposas en el estómago, se enamoran, hacen planes, se casan… Y la vida sigue. Aunque, de pronto, el sonido que anuncia la muerte estalle alrededor y lo detenga todo, y una marea de terror se expanda por calles y corazones. Y los pájaros salten espantados de las ramas de los árboles que los cobijan. Y los delfines, las ballenas, los atunes, los peces de colores y el resto de habitantes de las aguas se conmuevan ante la irracionalidad de esos extraños seres que se llaman racionales y que pueblan, dominan y torturan la Tierra, y, en nombre de esa Tierra, les pregunten a las panteras, a los leones, a las jirafas, a los perros callejeros, si ellos entienden algo de lo que ocurre…. Y las flores de los jardines, los árboles frondosos y hasta los muñones de los talados respondan que son «cosas de los hombres».
Pero no es verdad. No son cosas de los hombres, sino de algunos hombres. Y, ni siquiera de ellos, sino de oscuros sentimientos que han permitido que vivan en sus corazones. Pero la muerte no sabe de razones, tan sólo sabe de ritos ancestrales que la convocan… Y a los que sólo cabe acudir. A veces, puede hacerlo demorada ante algunos comportamientos aberrantes de los hombres que se empeñan en autodestruirse con sustancias mortíferas que adormecen el instinto de vida; otras veces ha de hacerlo presta ante disparos y bombas. La obligan a colocar sus huesudas manos para recoger a cuantos muñecos humanos rotos saltan por los aires o caen abatidos al suelo. Ella conoce el pavor que despierta, aunque no lo comprenda; tan sólo intenta cumplir bien su cometido: atravesar los cuerpos lo mismo que lo haría un tenedor con la carne tierna de una naranja. No es ella quien elige, otros lo hacen y ella se limita a caminar la senda que le han marcado dejando tras su paso las devastadas huellas del dolor.
Pero «Ninguna noche ha vencido jamás a un amanecer, y ningún dolor a la esperanza», es así como el nuevo día se viste de abrazos en el espesor del miedo haciendo que estos hagan olvidar la cercanía de la muerte, porque el pálpito estridente de los corazones, cargados de esperanza, es más atronador que las bombas.
Y los ríos, las piedras, las farolas, los arcos triunfantes de todo el mundo, las humildes baldosas callejeras, los jardines floridos y las más áridas arenas de todos los desiertos apuestan, un amanecer más, por el hombre. ¿Cuántos justos nos harían falta para evitar la destrucción total del ser humano? Para evitar la de Sodoma y Gomorra, uno era suficiente. ¿Acaso no vamos a encontrar ahora un solo hombre justo? Que den un paso al frente todos los que conozcan el nombre de alguno, que lo griten a los abismos y a las cumbres, a los espacios, a los gorriones, a los vencejos, a las águilas y a las abejas para que el eco multiplique sus sonidos y caiga sobre las cabezas de los seres humanos como una bendita lluvia que limpie y arrastre la sangre que salpica al mundo y vuelva a dejarnos inocentes, cristalinos y expectantes ante un nuevo amanecer.
Ana M.ª Tomás
Que todo sea verdad y que el pálpito de los corazones buenos sea más fuerte que el fragor de las bombas. Con ese sueño, que no quimera, me acuno todas las noches.
Un gran abrazo entre pájaros.