El Talmud es un corpus de leyes, tradiciones, leyendas, historias, discusiones, etc. que explican, discuten, interpretan y desarrollan los escritos sagrados de la Torah, que sería la palabra de Dios propiamente dicha. Emmanuel Lévinas, uno de los más grandes filósofos del siglo XX, sostenía que la tradición talmúdica constituye un ejercicio reflexivo de comprensión de la realidad y, por lo tanto, actividad filosófica en el sentido más pleno del término. El Talmud, en palabras de Lévinas, convierte el judaísmo en una tradición intelectualmente exigente, en una religión para adultos.
No se equivoca Lévinas: la lectura del Talmud reclama de sus lectores dotes dialécticas, sensibilidad poética, fibra moral y hasta me atrevo a decir que sentido del humor, algo realmente insólito en casi ninguna religión, y que explica esa peculiar visión agridulce (o agripicante, incluso) del mundo que encontramos en artistas ajenos a la Teología, pero culturalmente judíos, como Woody Allen, los hermanos Cohen o Billy Wilder.
Pero volvamos al Talmud. Una de las maravillas más singulares que encontramos en sus páginas es la leyenda de los Justos, los Tzakidim.
Como todas las leyendas talmúdicas, la de los Tzakidim tiene su origen en la Torah, en el Génesis (Cap. 18; vers. 23-27):
Y se acercó Abraham y dijo: «¿Destruirás también al justo con el impío? Quizá haya cincuenta justos dentro de la ciudad: ¿destruirás también y no perdonarás al lugar por amor a los cincuenta justos que estén dentro de él? Lejos de ti el hacer tal, que hagas morir al justo con el impío, y que sea el justo tratado como el impío; nunca tal hagas. El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?». Entonces respondió Jehová: «Si hallare en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad, perdonaré a todo este lugar por amor a ellos»
Más adelante, el Libro de Isaías (30:18) también se refiere a los Justos, en términos visionarios:
Abaie dijo: «En el mundo, cada generación no tiene menos de treintaiséis personas justas sobre las cuales la divina Presencia reposa, ya que está dicho: «El Eterno espera para tener piedad de vosotros; por eso, se levanta para tener misericordia de vosotros. Porque el Eterno es un Elohim de justicia, ¡bienaventurados son todos los que esperan en él!»
Y también encontramos referencias en Proverbios 10:25:
Como pasa el torbellino, así el malo no permanece; mas el justo permanece para siempre.
A partir de estos textos, el Talmud (Sanhedrín 97b, Sucá 45b) destila la siguiente perla:
En todo tiempo hay siempre treintaiséis justos sobre la faz de la tierra; cuando ellos desaparezcan el mundo acabará. No se conocen entre ellos y cuando uno de los justos muere es inmediatamente sustituido por otro. Se los representa como extremadamente modestos, humildes e ignorados por el resto de las personas.
La idea es luminosa, por sencilla: unos hombres humildes y modestos, que no se conocen entre sí, son los pilares de la tierra, pues su virtud es la que nos evita la cólera de Dios. La moralidad individual, incluso en dosis homeopáticas, justifica el universo ante Dios.
Los desarrollos talmúdicos de esta noción han sido múltiples (y aun contradictorios); pues innumerables pueden ser las interpretaciones (y sus respectivos matices) acerca de cuáles han de ser las virtudes, las excelencias del carácter, que adornen a estos justos. El Talmud nos invita a buscarlos y a orientar nuestra vida de modo que lleguemos a ser uno de ellos. De este modo, el conjunto de exégesis subsecuente a esta leyenda adquiere un enorme peso moral, por cuanto la tradición rabínica ha sabido hacer de ella un ideal de vida, un horizonte ético, una brújula moral potente y poliédrica capaz de orientar nuestra condición de seres libres.
No me cabe entrar en el contenido de las diversas consideraciones, salvo en una, compuesta, por así decir desde fuera. Se trata de un poema de Jorge Luis Borges, quien conoció las bellezas del Talmud de la mano de Rafael Cansinos-Assens, por cuyo magisterio llego a mantener con el judaísmo una relación parecida a la que yo me precio de cultivar: no la de un hermano (un creyente); pero sí la de un admirador, y hasta puede que un amigo leal.
Vamos con el poema, que no requiere comentario. Es más, explica y justifica por sí solo el contenido de todo este artículo.
Los Justos
Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Estas personas, que se ignoran, están salvando el mundo