Miguel Hernández como el rayo. Por María José Martí (Majomar)

MIGUEL HERNÁNDEZ, COMO EL RAYO

Retrato de Miguel Hernández por Buero Vallejo,1940

Retrato de Miguel Hernández por Buero Vallejo,1940

Homenaje a uno de nuestros grandes poetas
Por Majomar

«Me da cada mañana
con decisión más firme
la desolada gana
de cantar, de llorar y de morirme.»

(PC, 433. «Égloga»)

PARA ENTENDER UN POCO POR QUÉ ES EL POETA DEL RAYO

Si hay algo que casi todo español sabe al preguntarle por Miguel Hernández, aparte de que era poeta, es que fue un humilde y pobre pastor. Este último rasgo no es cierto del todo. También se ha dicho que fue pobre, aunque su padre era dueño de ese rebaño que Miguel condujo durante su infancia y, además, su familia tenía una posición acomodada. Estas cosas suelen suceder cuando las leyendas empañan la objetividad.
Vivir en un pueblo y rodeado de naturaleza –campos de trigo, montañas, cabras, pájaros, árboles, aire puro y largas horas bajo la luz del sol mediterráneo– le proporcionó a Miguel Hernández una visión naturalista que, junto a sus primeras lecturas del Siglo de Oro, pastorales y poetas barrocos (San Juan de la Cruz, Quevedo, o Garcilaso de la Vega), fueron puntales de su sentir en toda su obra poética.
Aunque nunca se enfrentaron a duelo tan mortal el espíritu y la carne como en El rayo que no cesa. Ya en El silbo vulnerado la poesía de Miguel Hernández ejemplariza la lucha interna del hombre que ama y desea, a través de las palabras, dando salida a una pasión arrolladora y una angustia vital que no domina. Atormentado entre la materialidad y el espíritu, esa furia aprisionada en perfectos sonetos clásicos hizo que el ya entonces consagrado Juan Ramón Jiménez se fijara en él y declarase:
«En el último número de Revista de Occidente publica Miguel Hernández, el extraordinario muchacho de Orihuela, una loca elegía a la muerte de su amigo Ramón Sijé y seis sonetos desconcertantes. Todos los amigos de la poesía pura deben buscar y leer estos poemas vivos…»
La «Elegía» a la muerte de Ramón Sijé presenta esta dedicatoria:
«En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería».
Miguel dice con quien tanto quería, y no a quien tanto quería. Parece que la preposición «a» se ha trocado en «con», y a primera vista puede dar la impresión de que no está bien escrito, pero esta preposición la cambia el poeta a propósito. Para él, «querer con alguien» es compartir las querencias. Cuando queremos a una persona, amamos lo compartido con ella. Eso es el amor. La amistad. Lo que sentía el poeta.

«Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.»

Miguel Hernández nació el 30 de octubre de 1910, en Orihuela. Su vida fue corta, intensa, fugaz como el rayo. Murió a los 31 años de edad. Tras su luz, quedó una estela tan difícil de borrar que ya forma parte de nuestra Historia. El libro biográfico Miguel Hernández, el oficio de poeta (2010, editorial Santillana) resume en un párrafo el devenir desgraciado que marcó su existencia:
«Desde que en 1930, a los 20 años, publicó su primer poema en la prensa local de Orihuela, sólo dispuso de 12 años de vida, la mitad de ellos en la guerra y en la cárcel. Desde los 14 hasta los 20 años tuvo que escribir sus poemas sobre el lomo de una cabra, que fue su mesa de trabajo desde que su padre le privó del pupitre de la clase sin dejarle ni siquiera terminar primero de bachillerato.»
De su obra poética, de su temperamento, de su desgracia, han escrito muchos autores. Seguirán haciéndolo y seguiremos recordándolo por haber sido tan especial, diferente, único. Sin embargo, su historia posee rasgos humanos universales, es imposible no sentir algo al descubrirla. Más, mucho más, al introducirnos en su obra poética.

Miguel Hernández con Josefina Manresa. Jaén,marzo de 1937

Miguel Hernández con Josefina Manresa. Jaén, marzo de 1937

Recordamos así, por ejemplo, cómo dedicó a Josefina Manresa, en 1934, su obra de juventud más erótica, pasional y madura: El rayo que no cesa.
«A ti sola, en cumplimiento de una promesa que habrás olvidado como si fuera tuya.»
Bueno es recordar que aún no se habían casado, y que la moral cristiana de la época recomendaba guardar celosamente la castidad femenina hasta que se hubieran desposado.
El escritor Juan Cano Ballesta, en la edición Austral Poesía de la editorial Espasa Calpe, se refiere a la naturaleza del deseo frustrado de El rayo que no cesa:
«Se ha resaltado, tal vez demasiado, apoyándose en datos biográficos, la base de experiencia personal, de vivencia humana y pasión arrebatada, que impregna el verbo encendido y la metáfora vigorosa de estos sonetos y los pone al rojo vivo… (…) El Rayo no son poemas de amor, son poemas de un amor rechazado, de las angustias que causa el amor cuando una moral provinciana deja incompleta la relación amorosa, cuando la mujer que despierta los deseos y que podría saciarlos se resiste ahogando los poderosos instintos de la vitalidad y de la sangre y convirtiéndose en tormento.»

Un carnívoro cuchillo
de ala dulce y homicida
sostiene un vuelo y un brillo
alrededor de mi vida.
Rayo de metal crispado
fulgentemente caído,
picotea mi costado
y hace en él un triste nido.

Saltando al segundo poema –por falta de espacio en este artículo, que, por humilde, no puede ni quiere rebasar su extensión–, nos encontramos con este soneto:

¿No cesará este rayo que me habita
el corazón de exasperadas fieras
y de fraguas coléricas y herreras
donde el metal más fresco se marchita?
¿No cesará esta terca estalactita
de cultivar sus duras cabelleras
como espadas y rígidas hogueras
hacia mi corazón que muge y grita?
Este rayo ni cesa ni se agota:
de mí mismo tomó su procedencia
y ejercita en mí mismo sus furores.
Esta obstinada piedra de mí brota
y sobre mí dirige la insistencia
de sus lluviosos rayos destructores.

UN POCO DE BIOGRAFÍA

Miguel Hernández comenzó su andadura de forma autodidacta. Su vocación temprana le llevó a la desobediencia contra su padre, que, a los quince años, le ordenaba abandonar el colegio para conducir su rebaño de cabras por las tierras de Orihuela. Se rebeló así contra un futuro que por otros ya se adivinaba establecido, cosa que no hubiera podido hacer sin una capacidad innata, una vocación poética que brotaba de su interior con la fluidez del discurso natural.
En sus primeros años de aprendizaje encontró el apoyo de Ramón Sijé, amigo y maestro que influyó en él y en su forma de hacer poesía mediante la fe cristiana y la defensa del neocatolicismo. Con Sijé aprendió la poesía clásica, religiosa y pastoral. Después marchó a Madrid, donde se dio de bruces con la realidad, fría, injusta, violenta, de una sociedad española al borde del suicidio. Y volvió a rebelarse. Conoció a los grandes: Neruda, Aleixandre, Alberti…
Los conflictos sociales que precedieron a la debacle de la República y la guerra civil española entre 1934 y 1936 le llevaron a cambiar de forma tajante sus posturas ideológicas: pasó de un extremo al otro. Se entregó a la necesidad de materializar sus deseos en el plano carnal-sentimental, o a la causa comunista en el político, con la misma pasión que transmiten sus poemas, marcados por una fuerza fugaz, eléctrica, arrasadora.
Extraordinario es que todo quedó por escrito de su propia mano: la etapa de fe religiosa en Orihuela, la maduración sexual, sus primeros enamoramientos, su amor definitivo, Josefina Manresa, sus deseos, pasiones, sus ideales políticos –primero franquistas; después republicanos–. Sus cambios de rumbo quedaron impresos en un testamento de espíritu tan fidedigno que leerlo es como abrir una ventana hacia su alma. Él los llamó Perito en lunas (1933), El silbo vulnerado, (1934), El rayo que no cesa (1936), Viento del pueblo (1937), El hombre acecha (1937-39), Cancionero y romancero de ausencias (1938-41), aunque este rayo terrible, de algún modo representativo de su vida, en mano de su escritura fue dominado para siempre. Podemos escuchar el trueno que le precedería en la tormenta, atronando en el eco de algunos de los más preciosos versos que jamás se han escrito con sangre, sudor y lágrimas.
Extraordinario y emotivo es tal vez su poema más famoso, La nana de la cebolla, que Miguel Hernández escribió y dedicó a su hijo desde la cárcel como respuesta cuando su esposa le contaba en sus cartas que ella y el pequeño no tenían apenas alimento que llevarse a la boca. Las cebollas, en los días de la hambruna, estaban siendo su sustento. Este poema fue versionado por cantautores como Serrat o Alberto Cortez.
Viento del pueblo, publicado en 1937, se convertiría en poesía social de la posguerra:
«Atraviesa la muerte con herrumbosas lanzas
y en traje de cañón, las parameras
donde cultiva el hombre raíces y esperanzas,
y llueve sal y esparce calaveras.»
Se le ha llamado «poeta del pueblo» por su compromiso político, su pertenencia al bando republicano y su ejemplo moral durante la guerra civil española; o «el pastor poeta», como él mismo se definía al firmar sus primeras publicaciones. Pero hay muchas más cosas interesantes para acercarse a la obra de Miguel Hernández y conocer mejor su vida.

Miguel Hernández hablando en la emisora del 5 Regimiento,4 de diciembre 1936

Miguel Hernández hablando en la emisora del 5.º Regimiento, 4 de diciembre 1936

Desde aquí os animo, lectores en general y aprendices de poesía, a leer la biografía y los poemas de Miguel Hernández. En ellos hallaréis mucha pasión, deseo, amor, desesperación, inquietud, tristeza, crisis personales, ideológicas, estéticas…, pero también esperanza. Incluso en los versos que escribió en prisión, los últimos días de su larga agonía, hasta que (por la tuberculosis que había contraído en la cárcel) le sobrevino la muerte.
Andrés Ibáñez, en su artículo «Miguel Hernández. La sombra vencida», expone estos versos que el poeta escribió en reclusión y no se encuentran recogidos en ningún libro:

«Yo creí que la luz era mía
precipitado en la sombra me veo.
Pero hay un rayo de sol en la lucha
que siempre deja la sombra vencida.»

Tal vez ya sabía que estaba en la sombra de la muerte, y que su luz había vencido a la sombra de la vida con la fuerza del rayo.

María José Martí

Blog de la autora

6 comentarios:

  1. «Sentado sobre los muertos/ que se han callado en dos meses,/ beso zapatos vacíos/ y empuño rabiosamente/ la mano del corazón/ y el alma que lo mantiene./ Que mi voz suba a los montes / y baje a la tierra y truene,/ eso pide mi garganta/ desde ahora y desde siempre.»

    Ahí sigue su voz: desde ahora y desde siempre. Gracias, Majomar, por recordárnoslo.

    • ¡Cuánta fuerza, valor, arrojo, belleza siempre! Esos versos lo dicen todo y sangran. Orgullo por nuestro gran poeta. Un abrazo y gracias a ti, querida Elena, por tu generosidad.

  2. SONETO FINAL

    Por desplumar arcángeles glaciales,
    la nevada lilial de esbeltos dientes
    es condenada al llanto de las fuentes
    y al desconsuelo de los manantiales.

    Por difundir su alma en los metales,
    por dar el fuego al hierro sus orientes,
    al dolor de los yunques inclementes
    lo arrastran los herreros torrenciales.

    Al doloroso trato de la espina,
    al fatal desaliento de la rosa
    y a la acción corrosiva de la muerte

    arrojado me veo, y tanta ruina
    no es por otra desgracia ni por otra cosa
    que por quererte y sólo por quererte.

    Miguel Hernández

    Estupendo artículo, Majomar. Un placer leerte siempre.

    • Gracias, querida Dies. Y como tú y Elena habéis enriquecido esta página, voy a aportar otro, a ver si algún compañero se anima y comparte uno de esos maravillosos poemas de Miguel Hernández.

      EL SILBO VULNERADO
      Soneto núm.12

      La pena, amor, mi tía y tu sobrina,
      hija del alma y prima de la arena,
      la paz de mis retiros desordena
      mandándome a la angustia, su vecina.

      La postura y el ánimo me inclina;
      y en la tierra doy siempre menos buena,
      que hijo de pobre soy, cuando esta pena
      me maltrata con su índole de espina.

      ¡Querido contramor, cuánto me haces
      desamorar las cosas que más amo,
      adolecer, vencerme y destruirme!

      ¡Esquivo contramor, no te solaces
      con oponer la nada a mi reclamo,
      que ya no sé qué hacer para estar firme!

  3. «Carta» («El hombre acecha»)

    El palomar de las cartas
    abre su imposible vuelo
    desde las trémulas mesas
    donde se apoya el recuerdo,
    la gravedad de la ausencia,
    el corazón, el silencio.

    (…)
    Aunque bajo la tierra
    mi amante cuerpo esté,
    escríbeme a la tierra
    que yo te escribiré.

    (…)
    Cuando te voy a escribir
    se emocionan los tinteros:
    los negros tinteros fríos
    se ponen rojos y trémulos,
    y un claro calor humano
    sube desde el fondo negro.
    Cuando te voy a escribir,
    te van a escribir mis huesos:
    te escribo con la imborrable
    tinta de mi sentimiento.

    Allá va mi carta cálida,
    paloma forjada al fuego,
    con las dos alas plegadas
    y la dirección en medio.
    Ave que solo persigue,
    para nido y aire y cielo,
    carne, manos, ojos tuyos,
    y el espacio de tu aliento.

    (…)

    Tan largo como bello este poema. Para ti, compañera del alma, compañera.

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