Guillén y Carpentier son, seguramente, los autores más recordados y admirados de cuantos las letras cubanas, sin duda de las más prolíficas y determinantes para la literatura de América Latina, han dado al mundo. Al menos fuera de Cuba, más incluso que José Martí o José Lezama Lima, sólo por citar algunos de los grandes iconos. Son Guillén y Carpentier, muy probablemente, dos de los escritores cubanos más amados por los lectores ‒lo que no obsta para que fuesen también reconocidos por los especialistas. Recordemos sólo que Carpentier fue nominado al Nobel y recibió el Premio Cervantes‒. Y sospecho que la circunstancia no ha de considerarse fortuita sino fruto del respeto que ambos nutrieron por lo popular; de su intento por acercarse a las gentes y dejar constancia de su particular idiosincrasia: en definitiva, de su innegable interés por el ser humano. Decía el siempre lúcido Miguel de Unamuno: “El escritor sólo puede interesar a la humanidad cuando en sus obras se interesa por la humanidad”.
Se revelan, tanto Carpentier como muy especialmente Guillén, dos escritores fascinados por el argumento del mestizaje. Dos autores caracterizados, también, por la manifiesta voluntad de devolverle al pueblo lo que en origen fue del pueblo: de recoger en su producción literaria el testigo y herencia del patrimonio cultural popular, tan ligado étnicamente hablando a las raíces afrocaribeñas del pueblo cubano. A esas raíces africanas a las que hace muy poco aludía el discurso del presidente Raúl Castro durante los funerales del recientemente fallecido Nelson Mandela, ejemplo de cómo los desheredados en efecto pueden recuperar el puesto que nunca debió serles arrebatado.
De tal forma que el denominado “negrismo” se convierte en un acto de reivindicación no sólo lingüística sino también étnica y social. Porque ocuparse de lo negro en aquellos años todavía equivalía a adoptar una actitud inconformista y revolucionaria, abandonando finalmente la óptica eurocéntrica y marcadamente racista ‒que coincidía parcialmente con la óptica clasista‒ y creando, definitivamente, una propia identidad. Una identidad en la que “lo indígena” finalmente adquiere la relevancia que le corresponde. Lo que equivale también a intentar democratizar la literatura, que deriva hacia planteamientos sociales: permitir que en ella dejen su huella las clases más desfavorecidas, darles voz a los desheredados y, hasta el momento, amordazados…, acercándola, al tiempo, más a ellos; haciendo que la literatura no sea necesariamente algo docto y ajeno a su realidad.
Por eso a menudo encontramos en la obra de ambos maestros esos toques folclóricos. Formalmente hablando, en la obra de Guillén abundan las onomatopeyas, canciones tradicionales y otras huellas de la oralidad tradicional, como la reiteración y la importancia del ritmo ‒en concreto ritmos tradicionales‒, así como del movimiento e incluso ese carácter ingenuo que a menudo cultiva el poeta. El rastro de ese amor por lo popular está presente también en la obra de Carpentier, padre de “lo real maravilloso”[1], barroco en el lenguaje pero al tiempo elegantemente sobrio: un ejemplo de complicado equilibrio. Un equilibrio en absoluto casual, sino bien calculado y perseguido, como ponen de manifiesto algunos de sus ensayos en relación al estilo. Y pienso, por ejemplo, en su comparación entre los adjetivos y las arrugas en “El adjetivo y sus arrugas”.
Si bien la huella del folclore no es tan evidente en Carpentier como en Guillén, sí se manifiesta en él esa curiosidad etnológica bien marcada. Un ejemplo brillante podría ser el relato “Los advertidos”, donde además subyace esa bellísima convicción de que son más las cosas que unen a los pueblos que las que los separan. En realidad somos todos muy semejantes: con mitos y mitemas comunes o muy parecidos, como los relacionados con el diluvio. Nadie tiene el monopolio de la Humanidad. Por eso todas las culturas guardan el recuerdo de un héroe comparable a Noé, porque en realidad todas reciben la llamada y merecen ser salvadas. Aunque cada una de ellas, en su infinita vanidad, se crea la única, el pueblo elegido.
Jamás deberíamos olvidar el bellísimo poema de Guillén titulado Balada de los dos abuelos:
Sombras que sólo yo veo,
me escoltan mis dos abuelos.
Lanza con punta de hueso,
tambor de cuero y madera:
mi abuelo negro.
Gorguera en el cuello ancho,
gris armadura guerrera:
mi abuelo blanco.
[…]
Porque el mestizaje implica siempre riqueza cultural. Y los españoles deberíamos saberlo mejor que nadie: fenicios, griegos, romanos, árabes, hebreos… Sin todos ellos, sin el variado y fértil substrato cultural que su paso por la Península supuso, nosotros no seríamos los mismos, ni nuestra cultura resultaría tan rica.
Nota: Acompañan este breve artículo sendos retratos de Nicolás Guillén y Alejo Carpentier, obra del pintor valenciano Alejandro Cabeza. Esos lienzos son ahora patrimonio cubano y han sido ubicados en la Fundación Alejo Carpentier y la Fundación Nicolás Guillén respectivamente.
[1] Y quizá con ello precursor del realismo mágico, o en cualquier caso fuerte influencia sobre este movimiento. Sobre las convergencias y divergencias de lo real maravilloso y del realismo mágico aconsejo consultar Alicia Llanera González, Un balance crítico: la polémica del realismo mágico y lo real maravilloso americano (1955-1993), Anales de Literatura Hispanoamericana, 26-tomo I (1997), pp. 107-117.
Por Salomé Guadalupe Ingelmo
Estupendo artículo, Salomé. Yo me he rendido ante cada libro de Alejo Carpentier y recuerdo que en la carrera nos aprendimos varios poemas de «Sóngoro cosongo» porque nos cautivó su ritmo. Y, cuando nos enteramos de que la canción de «La muralla» que cantaba Ana Belén tenía letra de Nicolás Guillén, nos dio un poco de vergüenza ser tan ignorantes.
Confieso que me ha gustado también leerte porque me he trasladado a aquellos tiempos, en que descubrimos tantas lecturas y tantos mundos: «Los de abajo», de Azuela, «El mundo es ancho y ajeno», de Ciro Alegría; «El señor Presidente», de Miguel Ángel Asturias; los gauchos de «Don Segundo Sombra»… Y a don Carlos Fuentes, al que escuché en una conferencia y del que me enamoré perdidamente. Y, por supuesto, a don Julio, con sus ojos de gato y sus noches bocarriba. Todos ellos me obligaron a escribir, aun sabiendo que nunca podría sino soñarlos.
Un abrazo.