Madre. Por Máximo González

 

Madre

 

Aguanta hijo, no dejes de mirarme, no te vayas, pero que miedo tienes tunante, que pocas agallas, aguanta un poco más que de esta noche no paso.

La ventana, miro la ventana, alta y verde, junto a la cabeza de mi madre, las macetas, veo las macetas, el pequeño y apretado patio de la pequeña casa en la que ella vivía. “Te cantan las flores”, habló así lengua de trapo tras ejecutar un formidable salto rematado en patada de furia oriental. El cine de las pulgas, recuerda madre, doble sesión, domingo por la tarde, gabardina él y tú muy guapa, escaleras de la Alcazaba, nosotros no habíamos nacido o éramos muy pequeños.

No te preocupes, sólo se muere una vez, así me lo dijiste, me lo lanzaste a la cara, porque eras perfectamente consciente de que te ibas a morir y de que yo no iba a estar a la altura, me escapaba, con cualquier excusa salía a la calle y me metía en un bar y se me iban las horas bebiendo con unos y otros mientras tú seguías allí, en la Residencia, esperando a la muerte con los dientes apretados, sin quejas, sin desviar la mirada ni reclamar especiales cuidados.

Los días previos a tu agonía estabas obsesionada con el agua, me contaban que despertabas en la noche y querías beber y llamabas una y otra vez a las chicas de guardia para que te socorrieran, para que remediaran tu sufrimiento y angustia con un simple vaso de agua, pero no te oían o simplemente te imaginaban enajenada, y no podían comprender que el camino hacia la muerte provoca una desesperada sed, un irrefrenable deseo de apaciguar la terrible soledad de los oscuros y yertos páramos con cristalina y líquida y luminosa fuente de vida. En realidad, estúpidas niñas, mamá sólo pretendía  volver a los cantarines riachuelos, a esos que trotan entre montes inaugurando  la vida, huir quería de la negra noche instalada en la desembocadura, volver quería al curso medio o a los felices días del comienzo de la andadura. Nuestras vidas son los ríos que van a parar a la mar. Un gran y fresco vaso de agua para remontar el río, señorita.

Tus ojos, abnegados de terror o desesperación intentan buscarme, pero aunque diriges hacia mi tu mirada, siento que no me ves, que ya no me ves y que probablemente tampoco me escuchas, y si acaso me escuchas, si acaso mi voz llega hasta ti, no entiendes lo que te digo, tu cerebro ya no procesa mensajes ni establece respuestas. Acaricio tu pelo, tu cara fría y pálida, coloco mi cabeza junto a la tuya y susurro lo que en ese momento se me ocurre, difícil seleccionar lo que decir a una madre en sus últimos minutos de vida: «tranquila mamá, tranquila» (si pudieras contestarme seguro que harías una ironía, de la misma forma que me hiciste alguna en estos últimos días de desgarro y vía crucis, o simplemente dirías que es muy fácil decirlo: ¿tranquila cuando estás a punto de dejar de existir, de dar el salto definitivo a la nada, a lo que de forma más radical y absoluta desconocemos y tememos?

«Mi madre querida, mi preciosa y maravillosa madre, te quiero más que a nada en el mundo, siempre te voy a querer, siempre vendrás conmigo, siempre estarás conmigo, no te abandonaré ni un solo instante de mi vida, eres todo para mi, te quiero, te quiero, te quiero muchísimo, hasta el infinito, hasta más allá de la vida y la muerte». Y te agitabas y movías las cabezas y una vez más tu desesperada mirada tratando de encontrar un punto de luz, algo en lo que residir y descansar y apoyarse, un asidero desde donde resistir los embates de esa negra Garra que te arrastraba, esperanzada aún en volver atrás, en flotar aunque fuera muy precariamente, un poco más, antes de hundirte definitivamente en el profundo abismo.

madre

«Relájate, relájate mamá, descansa», pero ella fiel a lo que había sido toda su vida seguía debatiéndose, rebelándose, luchando hasta el último aliento. Y yo rezaba para que su agonía terminara lo antes posible, su agonía y mi sufrimiento, mi malestar, el malestar insoportable de verla morir, de verme obligado a ser testigo de su muerte; muchas veces, durante su estancia en la Residencia, me había dicho que le daba mucho miedo morir cualquier noche sola, que ni siquiera tuvieran tiempo de avisarme para poder darle un último abrazo y despedirme de ella.

«Estoy orgulloso de ti, mamá, siempre has sido muy valiente y te lo debo todo, te lo debemos todo, sin ti qué habría sido de nosotros, gracias por tu sacrificio, por tu esfuerzo y por el amor que nos diste, perdona por no haber estado a tu altura, vas a estar bien, vas a estar bien, te lo mereces, te mereces la felicidad absoluta por siempre en el mejor y más bello lugar del universo, no tengas miedo mamá, no tengas miedo…»

Parecía relajarse, quedarse tranquila por un momento, pero apenas duraba, enseguida volvía a agitarse y a buscar con esos ojos en los que ya apenas había vida, una rendija de luz, una brizna de vida a la que agarrarse. Y yo era consciente de que esa voluntad de ella para resistir, ese querer quedarse, ese no rendirse aumentaba su agonía y hacía más duro y doloroso el tránsito.

Me hubiera gustado que aquella noche me hubiera dirigido unas últimas palabras, que me hubiera proporcionado alguna clave, algún indicio para saber a qué atenerme en esta nueva etapa que se abría ante mí, mi vida sin ella. Y soy consciente ahora que en realidad lo que quería, lo que sigo queriendo es su perdón, algo que ella hubiera dicho para sentirme justificado y no culpable. Pero sólo me queda en ese sentido lo que tantas veces me repitió en los últimos años: «vas a acordarte mucho de mi cuando me muera».

 

Máximo González Granados

Blog del autor

maxigonzado

Segundo Premio Certamen Poemas sin Rostro 2016

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